—Espiando, mi vida… —murmuró con una voz grave que vibró en todo su cuerpo—. No es necesario. Solo pídemelo y te muestro lo que quieras.
—Yo… yo… no fue mi intención… entré sin querer.
Lissandro dio una sonrisa de lado al verla nerviosa; su nariz rozó su cuello, haciéndola temblar.
—Leandro… —susurró, con la voz temblorosa.
Lissandro inclinó el rostro, rozando su nariz con la suya.
Ella quiso negar, pero no pudo. Sus labios entreabiertos, sus pupilas dilatadas y el calor en sus mejillas la delataban. Sentía la piel erizada, el pulso descontrolado, un cosquilleo ardiente en lugares que jamás había querido reconocer, teniendo a su novio desnudo, su piel mojada, mientras su pijama se pegaba a su cuerpo marcando sus pechos. Lissandro la miró con deseo.
—Eres hermosa, Anna.
Anna tragó saliva, sus pupilas dilatadas; sentía que sus piernas temblaban. Lissandro fue más allá y tomó su mano, poniéndola en su pecho y bajando lentamente, para que ella sintiera su piel mojada y caliente.
—Puedes tocarme todo lo que quieras, pequeña.
Anna temblaba de deseo. Un deseo crudo, incontrolable.
—Tus ojos me recorren como si quisieras devorarme. ¿Por qué finges, cariño?
Ella apartó la mirada, avergonzada.
Lissandro tomó su mentón con firmeza y la obligó a mirarlo. Sus labios estaban tan cerca que cualquier movimiento accidental los uniría.
Annabel apretó los labios, negándose a contestar. Sus manos se pegaron a la pared, como si el contacto con el mármol pudiera anclarla a la realidad. Pero su cuerpo la traicionaba, temblando bajo el dominio de ese hombre que parecía otro.
El silencio se volvió insoportable. El sonido del agua de la ducha aún cayendo en el baño se mezclaba con los jadeos entrecortados de ella.
Annabel cerró los ojos, sintiendo que el mundo giraba bajo sus pies. No entendía qué ocurría. No entendía por qué su corazón latía así, ni por qué su cuerpo reaccionaba de un modo que jamás había experimentado con el hombre al que iba a casarse.
Cuando abrió los ojos, él ya no sonreía. Su mirada era pura intensidad, fuego contenido.
Ella tembló, atrapada entre el miedo y la fascinación, entre la inocencia y el deseo. No dijo nada.
— No sabes cuanto te deseo, y entras así, mientras me ducho, eres una pequeña cierva que entra a la cueva del lobo, y no sabes las ganas que tengo de devorarte pequeña.
Anna temblaba mientras su cuerpo se encendía con la voz de Lissandro, quien la volvió a besar subiendo sus manos, masajeando sus pechos.
Luego se apartó de golpe, como si una fuerza invisible lo hubiera obligado.
—No sabes lo que estás provocando, si no me detengo ahora, no podré hacerlo —gruñó, dándose media vuelta y caminando hacia el dormitorio, con una toalla ceñida a la cintura.
Annabel quedó pegada a la pared, jadeando, con las mejillas ardiendo y el corazón desbocado. Su mente repetía que aquello había sido demasiado, que su prometido estaba distinto, que algo no encajaba. Pero su cuerpo gritaba otra verdad: lo deseaba más que nunca.