El vaso de whisky giraba lentamente en la mano de Lissandro San Marco. El hielo chocaba contra el cristal con un tintineo metálico, un sonido que en cualquier otra circunstancia sería irrelevante, pero que allí, en esa oficina oscura, sonaba como un reloj de arena marcando el tiempo de una decisión peligrosa. Sus ojos grises, fríos y acerados, estaban fijos en el hombre frente a él. O más bien, en su reflejo distorsionado: su gemelo.
Leandro San Marco. El orgullo de la familia. El hijo perfecto. El heredero CEO de la empresa que su padre había construido con disciplina y ambición. Traje impecable, cabello perfectamente peinado, sonrisa de publicidad. El contraste absoluto con él: la oveja negra, el mafioso, el hombre al que toda la ciudad temía nombrar en voz alta.
Lissandro arqueó una ceja, como si la mera presencia de su hermano fuera motivo de burla.
Leandro carraspeó. A pesar del aire acondicionado, una gota de sudor se deslizó por su frente.
El mafioso soltó una carcajada seca, tan dura que heló el aire.
—¡No es una cualquiera! —espetó Leandro, los ojos encendidos.
Lissandro ladeó la cabeza y bebió un sorbo lento antes de responder.
El silencio se hizo insoportable. Leandro tamborileó los dedos sobre la mesa, incómodo. Su obsesión lo consumía y ni siquiera el juicio cruel de su hermano lograba frenarlo.
El mafioso soltó una risa grave.
—Lissandro, esto no será gratis. Te daré el 40% de mi empresa.
Él lo pensó. No sería malo tener ese 40%; además podría usar sus puertos para mover mercancía sin que Leandro se diera cuenta. La desesperación de su hermano podía ser provechosa.
—¿Y qué harás con esto, Leandro? —levantó el brazo, dejando que la luz resaltara los trazos negros de sus tatuajes—. Te recuerdo que tengo tatuajes en casi todo el brazo y tú, hermanito, eres demasiado cobarde para eso. Le temes hasta a las inyecciones.
—Estoy dispuesto a tatuarme el brazo entero si hace falta —contestó el CEO, con una sonrisa ansiosa, casi maniaca—. El viaje es en un mes. Tengo tiempo.
Los ojos grises del mafioso se estrecharon.
—¡NO ES UNA PUTA, MlERDA! —bramó Leandro, golpeando la mesa con un puño que ni siquiera hizo temblar los papeles.
Lissandro rió con desprecio.
Leandro respiró hondo.
Deslizó un contrato donde estipulaba que el 40% de su empresa pasaba a manos de su hermano. Lissandro lo leyó por encima, luego levantó la mirada con una sonrisa macabra.
Leandro no dudó.
Un silencio pesado cayó entre ellos. El whisky sabía más amargo que nunca.
—Eres un hijo de puta —dijo Lissandro.
Leandro esbozó una sonrisa torcida.
El aire se volvió denso.
—No te preocupes. Me hice la vasectomía hace dos años. Además, Annabel insiste en llegar virgen al matrimonio. Es culpa suya. Los hombres tenemos necesidades.
—Claro, que seas un perro traidor es culpa de tu novia —murmuró Lissandro.
—Ella nunca lo sabrá. Después que me saque las ganas con mi secretaria, la despediré y la mandaré lejos. Es que si la vieras… es un mujerón: caderas anchas, pechos que me hacen querer morderlos, un trasero que me mata. Nada que ver con el cuerpo simple de Annabel.
—Claro, lo que digas. Ahora vete. Tengo cosas que hacer.
—¿A quién matarás ahora?
—Ese no es tu problema.
—Bueno, hermanito, nos vemos en un mes.
Leandro, excitado por la victoria, sacó el teléfono.
El mafioso se quitó la camisa despacio, dejando que la piel tatuada hablara por él. Sombras, calaveras, frases en latín. La vida escrita en tinta. Leandro tomó una foto y sonrió satisfecho.
Lissandro lo miró marcharse, sintiendo que dejaba tras de sí un hedor de traición. Cuando la puerta se cerró, giró el vaso de whisky entre sus dedos. El hielo golpeó el cristal como un eco lejano.
Pensó en Annabel. La dulce Annabel, con sus ojos claros y su risa suave, tan inocente que ni siquiera sospechaba que era una moneda de cambio en el juego de dos gemelos. No merecía nada de lo que su hermano planeaba.
—Bueno… —susurró con un destello cínico en los labios—. ¿Qué es lo peor que puede pasar?
* * *
En la cocina de un departamento luminoso, Annabel tarareaba una canción mientras revisaba la bandeja en el horno. El aroma a muffins de arándanos llenaba el aire. Sus manos, pequeñas y delicadas, movían los moldes con cuidado. Una sonrisa se dibujaba en su rostro: en pocos minutos podría llevarlos a la oficina de su prometido. Un detalle simple, pero lleno de amor. Desde niños, los muffins de arándanos eran sus favoritos; su propia abuela se los enseñó a preparar cuando corrían libres por su casa de campo.
No escuchó la puerta abrirse. Solo reaccionó cuando unos brazos fuertes rodearon su cintura y unos labios rozaron su cuello.
Leandro sonrió, aunque su mirada brillaba con algo distinto, algo más oscuro.
Ella lo observó curiosa mientras él se quitaba la chaqueta y luego la camisa.
Leandro giró el brazo para enseñarle el diseño fresco en su piel y otro en el pecho. Los mismos que, unas horas antes, había fotografiado en su gemelo.
Annabel llevó los dedos a sus labios, preocupada.
—Menos de lo que pensé —respondió él, con una sonrisa falsa—. ¿Te gusta?
Ella lo abrazó con ternura.
El CEO cerró los ojos, disfrutando del abrazo, pero una sombra cruzó por su mente: Annabel, en seis meses, llevaría el apellido San Marco. Se convertiría en su perfecta esposa. Una esposa que, sin saberlo, pronto estaría entre dos hombres idénticos pero con corazones opuestos: uno marcado por la obsesión y la traición, y el otro por la oscuridad y la venganza.