El sol se filtraba suavemente entre las cortinas, pintando la habitación con tonos dorados y cálidos. El aire estaba impregnado con el aroma inconfundible de dos cuerpos que habían compartido más que caricias: habían compartido secretos sin palabras, promesas en cada gemido, entregas que iban más allá del deseo.
Annabel abrió lentamente los ojos, aún envuelta en el calor de la noche pasada. Lo primero que vio fue el pecho desnudo de su prometido, duro y marcado, respirando acompasadamente. Sus labios se curvaron en una sonrisa soñadora. Nunca antes se había sentido tan plena, tan mujer, tan amada.
Con suavidad, acarició la piel de su torso, siguiendo el recorrido de sus músculos que apenas recordaba haber notado antes. Sus dedos temblaban, no por miedo, sino por la intensidad del recuerdo: la forma en que él la había mirado, como si fuese lo único importante en el mundo.
—Te amo… —susurró casi sin darse cuenta, apoyando su mejilla sobre él.
Lissandro, que no dormía del todo, abrió los