Un nuevo Leandro.

Annabel comenzó a preparar la cena, moviéndose con soltura. Cortaba carne en finas tiras, el sonido del cuchillo contra la tabla marcaba un ritmo hipnótico. Luego salteaba las verduras en la sartén, el aceite chisporroteando, mientras revolvía una olla donde el arroz se cocinaba lentamente.

—Te haré risotto con filete y verduras salteadas, mi vida —comentó con orgullo, girando un poco la cabeza para sonreírle—. Sé que te encanta.

Lissandro se levantó de la encimera como arrastrado por un instinto. Sus pasos resonaron pesados contra el piso hasta que se situó detrás de ella. Sus manos grandes, firmes, se posaron sobre su abdomen. La envolvió, y su boca se deslizó hasta su cuello, dejando besos que quemaban más que el vapor de la olla.

El cuerpo de Annabel se tensó, pero no de incomodidad: un cosquilleo eléctrico se encendió en lo más profundo de su vientre, un calor desconocido que se propagó hasta su entrepierna. Su piel se erizó, estremecida por un deseo que jamás había experimentado con su prometido, el calor del cuerpo de Lissandro traspasaba la suave tela de su camisa, haciendo que Anna quisiera más.

Era la primera vez que Leandro —o quien ella creía que era Leandro— despertaba algo tan primitivo en ella.

—Amor… —jadeó nerviosa—, te puedes quemar.

—Puedo soportarlo —murmuró él, apretándola más contra su cuerpo haciéndola sentir su deseo — si es que te tengo así, Anna.

Ella rió bajito, con un rubor encendido en sus mejillas. Alzó un trozo de carne aún caliente con el tenedor y lo acercó a sus labios.

—No me llamabas Anna desde que éramos niños. Ten prueba y dime como está.

Lissandro abrió la boca sin apartar la vista de ella. Masticó despacio, saboreando el filete, y cerró los ojos.

—Esto está delicioso.

Annabel sonrió, satisfecha, y continuó cocinando, aunque sentía el cuerpo vibrar de pura tensión. Cada vez que él se acercaba, el aire se volvía denso, cargado de algo que no podía nombrar.

—¿Cambiaste de loción? —preguntó ella de pronto, mientras revolvía la olla.

Lissandro arqueó una ceja, sorprendido por su atención al detalle.

—Sí. Me aburrió la anterior. ¿Te gusta esta?

Ella  se giró y aspiró discretamente su cuello y cerró los ojos un instante.

—Mucho. Es más varonil… más intensa. Me encanta.

Una sonrisa torcida apareció en los labios del mafioso. Era una victoria silenciosa: su esencia estaba marcando la diferencia, aunque ella aún no lo supiera.

Cuando el risotto estuvo listo, Anna sirvió dos platos humeantes. El aroma a mantequilla, queso parmesano y carne salteada llenó la cocina. Ella se los pasó a Lissandro con confianza.

—Toma, mi vida. Llévalos a la mesa.

Él obedeció sin protestar, cargando los platos hacia el comedor. Había pasado media vida dando órdenes, y sin embargo aquella mujer lograba que moverse a su ritmo no se sintiera como una humillación, sino como un extraño acto de intimidad.

Anna dispuso los cubiertos, abrió una botella de vino tinto y llenó las copas. Luego se sentó frente a él, con los ojos brillantes.

—Brindemos.

—¿Por qué quieres brindar, Anna? —preguntó él, sosteniendo la copa entre sus dedos fuertes.

—Por el mejor novio del mundo.

Lissandro la miró fijamente antes de alzar la copa.

—Por la mujer más dulce que he conocido en toda mi vida.

Las copas chocaron suavemente. Ella bebió con gracia, él lo hizo de un trago corto, dejándose quemar por el vino.

El primer bocado fue un golpe directo a su memoria. El risotto, suave y cremoso, mezclado con el filete jugoso y las verduras aún crujientes. Un gemido grave escapó de su garganta sin que pudiera evitarlo.

—Dios… —se corrigió con un gruñido—. Esto es perfecto.

Annabel rió, encantada.

—Me alegra tanto que te guste, prometo cocinarte rico cada día.

Lissandro se quedó en silencio unos segundos, mirando el plato vacío frente a él. La última vez que había comido así fue cuando su abuela —la única persona que lo había amado sin condiciones— aún vivía. Recordó sus manos arrugadas cocinando en aquella vieja casa, el olor a pan recién horneado, la sensación de pertenecer a un lugar. Su pecho se apretó, inesperadamente.

Volvió la vista a Annabel. Ella lo miraba con ternura, como si cada uno de sus gestos fuera digno de ser atesorado.

Y allí, en esa mesa sencilla, Lissandro comprendió algo que lo perturbó más que cualquier herida de bala o negocio sangriento: estaba disfrutando de la mentira.

Su hermano le había entregado a Annabel como si fuera un mueble, un objeto intercambiable. Pero ella no era nada de eso. Ella era luz. Y él, un hombre acostumbrado a la oscuridad que comenzaba a sentir que quería quedarse en ese resplandor, aunque fuera a costa de destruirla.

Annabel, por su parte, no podía dejar de observarlo. Algo había cambiado. Su prometido estaba diferente: más varonil, más intenso, más… apasionado, la miraba como si quisiera devorarla y al mismo tiempo protegerla. Esa diferencia, lejos de asustarla, la atraía con una fuerza magnética.

Quizás, pensó con el corazón acelerado, Leandro solo estaba mostrándole una faceta nueva. Una que ella jamás había visto, pero que despertaba en su piel sensaciones prohibidas.

Por su lado Lissandro no pudo dejar de recordar la única época que fue feliz, donde una pequeña y dulce niña cocinaba para él junto a su abuela, mientras él la protegía de todo peligro en sus aventuras en el bosque que colindaba a la casa donde se crió en secreto lejos de los ojos de la sociedad, lejos de una familia que quería borrarlo de su historia. La familia San Marco, habían elegido al gemelo que tendría toda su atención y amor dejándolo a él, solo con su abuela.

* * *

La noche había sido distinta. Annabel, acostumbrada a dormir con un prometido distante que apenas la rozaba, se encontró esa vez envuelta en unos brazos fuertes, con un pecho sólido pegado a su espalda y un calor masculino que la mantenía a salvo. Lissandro, fingiendo ser Leandro, no la soltó en toda la madrugada. Dormía poco, acostumbrado a las vigilias de su vida de mafioso, pero cada vez que ella se movía, él la atraía instintivamente hacia sí, como si su cuerpo se negara a dejarla escapar.

Annabel, medio dormida, sintió que ese abrazo era diferente. Más posesivo. Más real. Sus sueños fueron confusos, llenos de escenas ardientes que jamás había tenido antes. Se despertó varias veces jadeando, con el corazón acelerado, preguntándose qué le estaba ocurriendo.

Al amanecer, la cama quedó vacía. Lissandro se levantó primero. Necesitaba despejar su mente y su cuerpo, que ardía después de una noche entera sintiendo la suavidad de Annabel contra él. Entró al baño, abrió la ducha y dejó que el agua cayera sobre sus hombros anchos y su espalda marcada. El vapor llenó la estancia, difuminando el reflejo de su cuerpo en el espejo empañado, mientras su mano subía y bajaba para liberar toda la tensión que había acumulado en la noche, embriagado del aroma de Anna, terminando con un gruñido y jadeos entrecortados.

Una vez terminado, cerró los ojos y dejó que el agua cubriera su cuerpo, borrando cada gota de tensión.

No se dio cuenta de que Annabel, curiosa, había despertado y lo buscaba.

Ella se levantó de la cama con pasos suaves, atraída por el sonido del agua. La puerta del baño estaba entreabierta, y el vapor escapaba en pequeñas nubes que perfumaban el pasillo con olor a jabón y humedad. Dio un paso, luego otro, y se quedó inmóvil al verlo. A través del vapor, miró el cuerpo desnudo de su novio, sus músculos se marcaban mientras la espuma bajaba por su torso.

El corazón le dio un vuelco.

Allí estaba él, su prometido —o eso creía—, con el cabello mojado pegado a la frente, el agua resbalando por cada línea de su torso. Su abdomen estaba perfectamente definido, con músculos que jamás había notado antes. Su pecho se expandía y contraía bajo el agua como el de un guerrero en reposo. Las gotas se deslizaban por sus brazos tatuados, bajando hasta perderse en sus caderas.

Annabel tragó saliva, con los ojos muy abiertos. Era como ver a un desconocido. Un desconocido demasiado atractivo, demasiado peligroso. Sus mejillas ardían, su respiración se volvió irregular y, por primera vez en su vida, sintió un deseo incontrolable por su propio prometido.

Lissandro abrió los ojos y la vio. Ella dio un paso atrás, intentando escapar al ser descubierta, pero fue demasiado tarde.

Lissandro tomó su muñeca y la atrajo hacia su cuerpo desnudo mientras el agua corría entre ellos. Su mirada se volvió oscura. En un segundo la acorraló contra la pared, sus manos firmes aprisionándola por la cintura, sus labios peligrosamente cerca de su oído.

—Espiando, mi vida… —murmuró con una voz grave que vibró en todo su cuerpo—. No es necesario. Solo pídemelo y te muestro lo que quieras.

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