Había pasado un mes desde aquel acuerdo sellado entre whisky y desprecio. Un mes en que dos gemelos idénticos habían preparado la mentira perfecta para engañar a la mujer que no sospechaba nada.
Leandro había dejado crecer su cabello, suavizando el rostro pulcro que siempre mostraba en público. Lissandro, en cambio, lo había recortado con precisión, ocultando así la diferencia más evidente. Frente al espejo del departamento de Leandro, ambos ajustaban los últimos detalles.
El contraste entre ellos era brutal.
La ropa de Leandro —pulida, con aroma a colonia importada— se ceñía de forma incómoda al cuerpo trabajado de Lissandro. El mafioso entrenaba a diario, moldeado por años de violencia y disciplina, con músculos que tensaban la tela en cada movimiento. Leandro, por su parte, aunque trotaba todas las mañanas, no podía competir con la rudeza física de su hermano. Su cuerpo era el de un hombre de oficina; el de Lissandro, el de un depredador.
—Tu ropa apesta —murmuró Lissandro, abrochándose la chaqueta.
—Si quieres, cámbiala —replicó Leandro, ajustándose un suéter de cuello alto frente al espejo—. Dile a Anny que te acompañe a comprar ropa. Así no sospechará nada.
El mafioso sonrió de medio lado.
—Piensas en todo, ¿eh?
Leandro infló el pecho, orgulloso.
—Por algo soy el CEO más joven y exitoso de la ciudad.
Durante un instante se miraron frente al espejo. Idénticos. Mismo corte de mandíbula, misma altura, mismo color de ojos. Solo había una diferencia: una cicatriz en el brazo izquierdo de Lissandro, recuerdo de un perro que lo atacó en la infancia. Todo lo demás era una copia perfecta. Incluso la voz: profunda, modulada, capaz de engañar a cualquiera.
Leandro sacó una tarjeta negra de su billetera y se la tendió a su gemelo.
—Aquí tienes mi tarjeta. Si Anny ve algo y sus ojos brillan, cómpralo. Si dice “qué bonito”, cómpralo también. Esa es la regla.
Lissandro arqueó una ceja, divertido.
—Vaya, un verdadero novio enamorado. Quién diría que ese mismo hombre se va a follar a su puta.
—¡Basta con eso! —gruñó Leandro, apretando la mandíbula—. Te he dicho que no es una puta.
—Para mí lo es. —Lissandro se inclinó, dejando que su voz sonara como un veneno—. Lo será siempre, que tengas buen viaje y ojalá valga la pena. Yo cuidaré tu puesto, hermano.
Un silencio incómodo se extendió. Leandro respiró hondo, intentando recuperar el control.
—Aquí está todo lo que necesitas: las claves de mis cuentas, la llave del deportivo, la agenda de reuniones. El traspaso del cuarenta por ciento de mis acciones está hecho.
—Entonces es oficial —dijo Lissandro, observándolo con frialdad—. Soy tu sombra y tu reemplazo.
Se dieron la mano. Fue un gesto helado, sin afecto fraternal. Dos hombres sellando un pacto sucio.
—Suerte —susurró Leandro.
—No necesito suerte. —Lissandro sonrió de lado, luego empezó a recorrer el que sería su departamento por un mes.
Esa misma noche, Leandro subía a un jet privado con su secretaria, la ansiedad devorándolo. Apenas despegaron, Leandro se lanzó sobre ella, besándola con hambre, despojándola de la ropa de manera brutal. Mientras tanto, Lissandro se acomodaba el cuello de la camisa y conducía hasta el departamento de Annabel. Su sonrisa era oscura, anticipando el juego que estaba por comenzar.
Quería verla. Quería saber si esa mujer, tan dulce y tan ingenua, sería capaz de distinguirlo de su gemelo, pero antes tenía que hacer una pequeña parada.
Al llegar al lugar, caminó por el pasillo seguido de su ayudante.
—¿Tienes todo listo?
—Sí, jefe, los tienen en la bodega abandonada.
Lissandro encendió un cigarrillo y se dirigió hacia la bodega donde lo esperaban tres hombres maniatados y de rodillas. Al verlo llegar, suplicaron clemencia.
—Señor Lissandro, por favor, no quisimos hacerlo.
Lissandro abrió el maletín, que contenía cinco bolsas de los mejores diamantes que había traficado.
—¿No querían hacerlo? Me robaron cinco bolsas de diamantes de mejor calidad y no querían hacerlo.
—Señor, fue por necesidad.
Lissandro sonrió de manera oscura, tomó su cigarrillo y lo apagó en los ojos del primero.
—Ahora tuve la necesidad de apagar mi cigarrillo en tu cara. Saben que conmigo no se juega, no perdono las traiciones. Ahora pagarán y servirán de ejemplo.
—Señor, el hombre de cabello rubio es O negativo.
Lissandro revisó los papeles y sonrió. Tomó el celular y marcó un número privado; una voz grave contestó.
—Habla.
—Señor, encontré una rata O negativo. Quería saber si le interesaba.
—¿Qué hizo?
—Me robó, y ahora los eliminaré, pero como usted siempre busca este tipo de sangre…
—Envíamelo, te depositaré el 50 % de las ganancias.
—Sí, señor.
Lissandro sonrió y ordenó a sus hombres tomarlo y llevarlo donde Bastien, su socio más temido, el único hombre en su mundo a quien le rendiría honores. Tenerlo de socio era un lujo que no perdería por nada.
Sus hombres lo tomaron mientras este se retorcía de miedo, y Lissandro, con su arma, le voló la cabeza a los dos que quedaron.
—Toma fotos y súbelas a la web. Esto les pasa a los que traicionan a Lissandro San Marco.
—Sí, señor.
—Y llévame un mapa de nuestros barcos que arribarán el próximo mes. Necesito organizar la mayor cantidad de mercancía mientras esté de CEO de la empresa de mi hermanito; si nos pillan, el que irá a la cárcel será él. Es ganar, ganar.
—Como ordene.
Lissandro se puso la chaqueta de su traje y fue rumbo al departamento de Annabel. Al abrir la puerta, el destino le regaló una visión que lo dejó sin aliento.
Annabel salió del baño envuelta en una toalla blanca que apenas cubría sus curvas. Su cabello oscuro caía húmedo sobre sus hombros, y una gota de agua resbalaba lentamente por el escote hasta perderse entre sus pechos. Sus piernas, largas y delicadas, brillaban bajo la luz tenue del pasillo.
—¡Amor! —exclamó sorprendida—. ¿Qué haces aquí a esta hora? No te esperaba.
Corrió hacia él con la naturalidad de quien confía ciegamente. Se lanzó a sus brazos y lo abrazó con fuerza. Lissandro cerró los ojos un instante, embriagado por su aroma a gel de ducha y champú floral. No era un perfume caro ni un aroma calculado: era ella, pura, simple, inocente.
—Quería cenar contigo, Annabel —respondió, acariciando su cintura.
Ella lo miró con un leve ceño fruncido.
—¿Estás enojado?
—¿Por qué lo dices?
—Me llamaste Annabel. Tú siempre me dices Anny; solo me dicen Annabel cuando estás enojado.
Lissandro maldijo en silencio su error, pero lo disimuló al instante.
—Perdón. Estoy un poco cansado, fue un largo día en la oficina.
El gesto de preocupación en su rostro se deshizo al escuchar su explicación.
—Me habías asustado —dijo con una risa nerviosa, poniéndose de puntillas para besarlo en los labios.
El beso lo sorprendió. Lissandro no había planeado reaccionar… pero su cuerpo actuó solo. La tomó de la cintura y la pegó contra él con fuerza. El contacto lo electrizó: la suavidad de su piel, el calor de su boca, la inocencia mezclada con un deseo inconsciente. Annabel jadeó, confundida por la intensidad.
Ese beso no era el de Leandro.
Era hambriento. Dominante. Lleno de una pasión salvaje.
Cuando se apartaron, ella respiraba agitada, con las mejillas encendidas.
—Leandro… eso fue…
—¿Te gustó? —preguntó él, con la voz ronca, mientras se escondía en su cuello.
—Mucho. Más de lo que debería…
Lissandro sonrió de lado, incorporándose y acariciando su mejilla con el pulgar.
—Puedo hacerlo mejor que eso, créeme, pequeña.
Ella bajó la mirada, ruborizada, pero la sonrisa no pudo ocultarse en sus labios.
—Espérame aquí. Voy a vestirme y prepararé algo de cenar. ¿Qué quieres?
Él la detuvo, rozando su boca apenas con la yema del pulgar.
—A ti.
El corazón de Annabel dio un salto. Jadeó, nerviosa, incapaz de sostenerle la mirada.
—Hablo en serio…
—Lo que sea, mientras lo hagas tú —respondió él al fin, casi susurrando.
—Está bien, veré qué ingredientes tengo y te haré algo delicioso.
Le dijo antes de escapar al dormitorio con el corazón desbocado.
Lissandro quedó solo en la sala. Paseó con calma, observando cada rincón. El departamento estaba lleno de fotografías: Annabel sonriendo en la playa, abrazada a Leandro en eventos sociales, besos en Navidad, miradas cómplices. Cada imagen era un recordatorio de que su hermano había tenido algo que él jamás podría tener, pero que ahora lo tentaba como un veneno dulce.
Cerró la mano en un puño, sintiendo la rabia hervirle en las venas.
—Maldito hijo de puta… —murmuró, observando un retrato donde Annabel aparecía con una sonrisa deslumbrante—. Cambiar a una mujer como ella por una puta. No sabes lo caro que te costará, Leandro. Mientras tú te revuelcas con tu secretaria, yo usaré tu empresa para mis propios fines, y además de eso, disfrutar de tu novia será un premio extra.
Giró la cabeza hacia el pasillo, donde Annabel tarareaba una melodía mientras se vestía. Una presa inocente, confiada, que lo miraría con los mismos ojos brillantes con los que miraba a su gemelo.
Y Lissandro, el hombre más temido de la ciudad, se descubrió ansiando algo que no entraba en sus planes: probar hasta dónde llegaba esa dulzura. Y si podía pervertir esa inocencia, este juego se estaba volviendo cada vez más excitante.
Annabel salió de la habitación secándose el cabello con una toalla, ahora vestida con su pijama favorito: una polera suelta y unos shorts cortos que dejaban sus piernas completamente expuestas. Su piel, aún húmeda, brillaba bajo la luz cálida de la cocina.
Él la miró desde la barra y, sin poder evitarlo, pasó la lengua por sus labios como quien saborea una presa antes de devorarla. Había visto mujeres hermosas en su vida, mujeres por las que otros hombres matarían, pero nunca había sentido ese cosquilleo de peligro en el pecho.
—Estoy lista —dijo ella, con una sonrisa inocente—. Te voy a cocinar algo rico, amor.
Él se acomodó en la encimera, apoyando las manos en los bolsillos del pantalón, con el porte relajado pero la mirada fija, recorriendo cada curva de su cuerpo. Su respiración se hizo más lenta, más profunda, mientras sus ojos se perdían en la suavidad de sus muslos, en la caída de la tela sobre sus caderas. Su cuerpo reaccionaba como un resorte, tenso, hambriento, despertando sus deseos más oscuros.