La lencería roja abrazaba el cuerpo de Annabel, y su piel brillaba bajo la tenue luz del dormitorio. Lissandro la sostuvo entre sus brazos, devorándola con la mirada.
—Eres perfecta —susurró, con la voz rota por la necesidad.
Annabel temblaba. Nunca se había sentido tan expuesta, tan vulnerable, y al mismo tiempo tan deseada. El fuego en los ojos de su prometido —porque aún creía que lo era— la hacía sentir hermosa, poderosa.
Lissandro la besó con fuerza, hambriento, luego miró sus ojos y acarició su mejilla. Se alejó de ella sosteniendo su peso con una de sus mano y bajó lentamente los tirantes de su brasier y dejó que sus pechos se liberaran. Su respiración se volvió pesada al contemplarla.
—MlERDA… —gruñó, inclinándose para atraparlos con su boca.
Annabel arqueó la espalda, sorprendida por la ola de placer que la recorrió. Sus manos se aferraron al cabello húmedo de él, guiándolo sin darse cuenta. Sus pechos se endurecieron bajo la succión de su boca, y un gemido escapó de sus lab