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La ilusión de Annabel

El aroma a café recién molido impregnaba la cafetería. La luz del mediodía se filtraba a través de los ventanales, iluminando las mesas de madera donde decenas de clientes charlaban animadamente. En una esquina, Annabel reía con esa dulzura que la caracterizaba, con las manos entrelazadas sobre la mesa mientras su amiga Lucía la miraba con ternura.

—Estás más radiante que nunca, Anna —comentó Lucía, removiendo distraídamente su té—. ¿Qué pasó? ¿Por qué esa sonrisa que no se te borra?

Los ojos de Annabel brillaron como los de una niña que guarda un secreto hermoso.

—Es Leandro. No sabes lo dulce que está últimamente. Amoroso, atento, parece que no hay detalle que se le escape.

Lucía levantó las cejas, divertida.

—¿Más de lo normal? Pensé que ya era el prometido perfecto.

Anna rió con suavidad, bajando la mirada como si su felicidad fuera demasiado grande para pronunciarla en voz alta.

—Me siento la mujer más afortunada del mundo, Lucy. En seis meses estaré casada con él.

—¿Y ya pensaron en la luna de miel?

Annabel asintió con entusiasmo.

—Sí. ¡Las Maldivas! Dice que arrendará una isla solo para nosotros.

Lucía se llevó una mano al pecho, exagerando su reacción.

—¡Eso es maravilloso! Sin duda Leandro se la jugó contigo.

—Así es —dijo Annabel, suspirando con ilusión—. No puedo esperar a empezar nuestra vida juntos.

El tiempo pasó rápido entre risas y confidencias, hasta que Annabel se levantó con un brillo decidido en los ojos.

—Voy a pasar por su oficina. Le llevaré un café y lo sorprenderé.

—Anda, romántica empedernida —rió Lucía—. Nos vemos mañana.


La entrada al edificio de San Marco Enterprises imponía con su arquitectura moderna y sus muros de vidrio. Annabel entró con paso ligero, cargando el vaso de café en la mano. En la recepción la saludaron con cariño: todos sabían quién era Annabel, la dulce prometida del jefe.

Subió al ascensor hasta el último piso, sorprendida de no encontrar a nadie. El lugar estaba desierto, en un silencio casi solemne. Caminó hasta la oficina de su prometido. La puerta estaba entreabierta, y al empujarla lo encontró inclinado sobre el escritorio, firmando documentos con gesto concentrado. Él levantó la vista y sonrió.

—Anny, mi amor —dijo con calidez—. ¿Qué te trae por aquí?

—Quería traerte un café —respondió ella, dejando el vaso frente a él—. Y además avisarte que nuestros anillos están listos. Podríamos pasar a verlos.

La sonrisa de Leandro se ensanchó, aunque en sus ojos brillaba algo que Annabel no alcanzó a leer.

—Me encantaría.

La puerta volvió a abrirse. Carol, la secretaria de Leandro, entró con un montón de papeles en brazos.

—Señorita Jones, qué gusto verla.

—Igualmente, Carol —contestó Annabel con naturalidad—. ¿Cómo te ha tratado mi novio? No suele ser muy gruñón contigo, ¿o sí?

La joven sonrió.

—No, señorita. El señor San Marco es un buen jefe.

Annabel le lanzó una mirada divertida a su prometido, que se encogió de hombros.

—Jefe, aquí están los papeles de mi permiso —continuó Carol.

—¿Permiso? —preguntó Annabel, curiosa.

—Sí. Mi abuelita está enferma y me tomaré un mes para cuidarla.

Los ojos de Annabel se suavizaron al instante.

—Qué noble de tu parte. Amor, por favor, no le descuentes el salario. ¿Sí?

Leandro fingió ternura exagerada, como si no existiera otra respuesta posible.

—Si mi princesa lo pide, así será. Carol, ¿entrenaste a alguien que te reemplace temporalmente?

—Sí, señor. No se preocupe.

Tras la firma de los documentos, la secretaria se retiró. Annabel suspiró, satisfecha.

—Gracias, amor. Sabía que dirías que sí. Eres el mejor jefe del mundo.

El CEO rodeó el escritorio y le tomó la mano.

—Y ahora, vamos a la joyería. Quiero ver tu cara cuando tengas en tus manos los anillos.


Ya de vuelta, Annabel miraba la cajita con los anillos de matrimonio y sonreía con ternura. Tomó también la cajita con el collar y los pendientes que él le había regalado, pasando un dedo por ellos.

—Amor, no debiste. Están hermosos.

—Princesa, todo para ti. Si quieres la luna, la bajaré. Si quieres el mundo, lo pondré a tus pies. En seis meses serás mi esposa, y no habrá día que no te haga sentir la mujer más amada.

Annabel lo miró con el corazón rebosante y besó su mano antes de volver a contemplar los anillos.

El celular de Leandro vibró en su bolsillo. Lo sacó con discreción y leyó el mensaje:

“Mañana, ¿a qué hora haremos el cambio?”

Respondió sin titubear: “Mañana en la noche, en mi departamento.”

Guardó el teléfono antes de que Annabel lo notara. Su mente ardía de ansiedad. El viaje estaba a la vuelta de la esquina. Su secretaria lo esperaba, y pronto cumpliría su fantasía, aunque para lograrlo debía cederle su vida y a Annabel a su gemelo por un mes.

Mientras tanto, en un despacho muy distinto, otra pantalla iluminaba la penumbra. Lissandro San Marco leyó el mismo mensaje que había enviado su hermano. El mafioso sonrió de lado, y el hielo en su vaso tintineó como aquella noche del pacto.

Joaquín, su mano derecha, lo observó con recelo.

—¿Y bien? ¿De verdad vas a hacerlo?

Lissandro apoyó el vaso en la mesa y se recostó en el sillón.

—Claro que voy a hacerlo. Mi hermano me abrió una puerta que ni él mismo entiende. Y cuando la atraviese… —sus labios se curvaron en una sonrisa oscura— …se arrepentirá cada día de su vida por dejarme entrar a su mundo.

—Lo tienes todo planeado. Solo sigue el curso trazado, no te desvíes.

—No tienes que decírmelo. Lo primero será abrir los puertos para nuestra organización. ¿Tienes todas las rutas?

—Sí. Aquí está todo. Los capitanes fueron avisados y adelantamos las rutas del próximo mes.

—Perfecto. —Una sonrisa letal se dibujó en sus labios. — Leandro ni se imagina lo que se le viene.

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