Contrato con el Alfa ¡Mi sangre no te pertenece!

Contrato con el Alfa ¡Mi sangre no te pertenece!ES

Hombre lobo
Última actualización: 2025-08-26
LY. Leon  Recién actualizado
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Resumen
Índice

Mi nombre es Ariadna Vega, la última heredera de un imperio botánico en ruinas, una mujer que lo ha perdido todo por la traición. Desesperada por salvar a mi madre de una maldición familiar, mi camino se cruza con el de Elías Thorne, el alfa de un poderoso y enigmático clan. Desde el primer instante, un innegable vinculo nos consume, una conexión salvaje que arde entre nosotros. Pero el fuego se convierte en cenizas cuando descubro la verdad. Mi sangre, ligada a la magia de la tierra, no solo es el precio de un trato, es la única cura para la enfermedad ancestral que está diezmando a su manada. Para él, yo no soy más que un medio para un fin. La traición de mi tío ha sido reemplazada por la de un hombre que juró protegerme. Ahora, estoy atrapada en un peligroso juego de poder. Obligada por contrato, debo trabajar a su lado, lidiando con la cruda realidad de que el hombre por el que siento una atracción incontrolable es el mismo que me ha convertido en su prisionera. Mi corazón se debate entre el odio que le tengo por sus mentiras y el deseo que me une a él. ¿Podrá este pacto, nacido de la mentira y la desesperación, sanar la enfermedad de su manada y el dolor en mi corazón? ¿O el amor que se gesta entre nosotros será consumido por un odio que nos destruirá a ambos?

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Capítulo 1

La Oferta misteriosa.

La Oferta misteriosa.

‎            El aliento helado del invierno de Londres rara vez calaba hasta los huesos como lo hacía ese 7 de julio. Ariadna Vega se aferraba a la taza de té humeante como a un ancla, los nudillos blancos del frío y del estrés. Ese cafetín del hospital era el último lugar del mundo donde quisiera estar. Frente a ella, su tío, Carlos, un hombre que antes había sido su modelo a seguir, revolvía su propio té con una indiferencia que le erizaba la piel.

‎            —Es una lástima, lo de la empresa, quiero decir —dijo Carlos, cuando su voz era un murmullo pastoso—. ¿Quién iba a saber que el banco sería tan… inflexible?

‎            La bilis le subió a Ariadna. “Inflexible”. Esa era la palabra que usaba para disfrazar su traición. Sabía que Carlos había maniobrado las finanzas de "Vega Botánica", el legado de su abuela, hasta un punto de no retorno. Pero no podía probarlo. No aún. Ahora estaba con la soga al cuello.

‎            —Lo sabías. Tú siempre lo supiste —la voz de Ariadna sonó más firme de lo que se sentía. Sus ojos verdes, normalmente serenos, ardían con una furia contenida—. Sabías que mamá y yo no teníamos experiencia en la gestión de una compañía de ese tamaño. Tú manejabas todo.

‎            Carlos suspiró, elevando las manos en un gesto de falsa resignación. —Cielo, te estás agotando. No tiene sentido buscar culpables ahora. Lo hecho, hecho está. La empresa se subasta mañana.

‎            Mañana. La palabra era un golpe. Vega Botánica, con sus innovadores invernaderos de alta tecnología, sus patentes de biotecnología vegetal, sus exclusivos acuerdos de suministro con la realeza. Todo se iría. La herencia de generaciones de mujeres Vega, todas con un don especial para las plantas y la tierra que la propia Ariadna aún no comprendía del todo, se evaporaría.

‎            —A menos —continuó Carlos, con una sonrisa que no llegó a sus ojos—, que aceptes la oferta.

‎            Ariadna levantó una ceja, desconfiada. La "oferta" que había llegado a través de un abogado con traje impecable y una mirada de hielo, hacía apenas unas horas. Un contrato de “consultoría especializada” con un tal Elias Thorne, para trabajar en un centro de investigación remoto en las profundidades de los Cárpatos. Sin nombre del centro. Sin dirección exacta. Solo una cantidad de dinero obscena que cubriría las deudas de Vega Botánica.

‎            —¿Consultoría especializada? ¿Con un desconocido que vive en un lugar que ni siquiera aparece en un mapa decente? —Ariadna se burló. Había sentido una extraña punzada de ansiedad al leer el contrato, como si un instinto primitivo le gritara que huyera.

‎            —No te hagas la ingenua, Ariadna. Es tu única salida. El hombre es… excéntrico, sí. Pero paga bien. Muy bien. Y, francamente, no tienes más opciones.

‎            El silencio se instaló, pesado como el plomo. Carlos tenía razón. No había más opciones. Su madre, enferma y frágil, dependía de ella. La imagen de la sonrisa triste de su abuela, entre las hojas de sus orquídeas más raras, la atormentó. No podía permitir que todo se perdiera.

‎            —¿Cuándo me iría? —preguntó con la resignación pesada en su lengua.

‎            —Si firmas hoy, te recogerán al amanecer. El abogado no bromea. La oferta es genuina e inmediata.

            Ariadna se puso de pie dándole la espalda a Carlos. No podía seguir soportando la cercanía de quien ella no tenía dudas era un traidor consumado.

            Cuando Carlos la vio alejarse se apresuró a demandar una respuesta.

            —¡Ariadna esto es serio!

            —Lo sé… pero no puedo tomar ninguna decisión sin consultarlo con ella.

            Carlos bufó, para él, aquello era una pérdida de tiempo.

            —¡No hay tiempo maldita sea! —el tono de Carlos de pronto cambio por completo.

            Ariadna que se había puesto de pie, tuvo que dar un paso hacia atrás para evitar el ímpetu de su tío al levantarse para gritarle en la cara.

            —¡No puedes obligarme!

            —¡Pero la enfermedad de tu madre sí!... o firmas o ella se muere.

****

            El sonido de los aparatos médicos era una melodía tétrica que le helaba la piel. El frio de las calles londinenses era nada comparado con el frío que le llegó a los huesos al ver a su madre en ese estado en el que le tenía sumida su “enfermedad”.

            —Aún no hay ningún avance señorita Vega —Admitió el doctor ante el cuestionamiento de Ariadna—. A pesar de todo lo que hemos intentado, nada parece funcionar, es como si la sangre de su madre… la estuviera envenenando

            Ariadna asintió. Ella ya sabía eso y precisamente por eso se estaba jugando su pellejo con esa decisión que le carcomía las entrañas.

Entonces dejó atrás al doctor y se acercó a la cama de su progenitora. Ariadna tomó su mano y con una sonrisa difícil se mantuvo imperturbable ante la mirada interrogante de su madre. Ella no podía hablar por su debilidad, pero se mostraba ansiosa por escucharle.

Omitiendo muchos detalles, sobre todo aquellos dolorosos, Ariadna relató su dilema; sus miedos y sus dudas, haciendo hincapié en la imperiosa necesidad de ganarse esa cantidad de dinero para salvar la empresa familiar y también salvarla a ella.

—Si tan solo supiera un poco más —se quejó Ariadna —, alguna referencia, algún dato, alguna pista… pero es como si no se pudiera saber nada más que el nombre de Elias Thorne…

El pitido metálico reverbero en ese instante con una intensidad febril y los dedos de Ariadna quedaron prisioneros en la mano de su madre quien comenzó a presentar un estado de agitación convulsa. Los ojos de la convaleciente se abrieron como platos

Las enfermeras y los doctores llegaron de inmediato, apartando a Ariadna sin escuchar sus reproches.

—Es una recaída —le dijeron para tranquilizarle, pero el miedo le había roto el alma.

La puerta se cerró y su madre, la mujer a quien más amaba en el mundo, quedó en las manos de los especialistas. Ella no podía hacer más que sentarse a esperar.

Su mundo se caía a pedazos.

Entonces, cuál espectro atormentador, Carlos, quien le había seguido hasta la puerta de la habitación de su madre, aprovechó la ocasión para presionarle en su decisión.

—Debes hacerlo, pequeña —le susurró con descaro, como si no fuera la misma persona que le había gritado en la cara algunos minutos atrás.

Ariadna, se sintió perdida y dejó que el dolor hablara por ella. Si o lo hacia su madre iba a morir.

—Lo haré —fue lo único que alcanzó a decir.

****

‎            El amanecer llegó cubierto de una neblina densa, más propia de las montañas que de la bulliciosa Londres. Ariadna bajó del jet privado que la había llevado desde Londres y solo entonces se dio cuenta de lo lejos que estaba de casa; de lo lejos que estaba de su mamá.

            Subió al robusto todoterreno negro blindado, cuya presencia había perturbado la tranquila calle de Kensington durante horas. El conductor, un hombre enorme y silencioso, asintió brevemente antes de poner el vehículo en marcha.

‎            El viaje fue interminable. La ciudad se desvaneció, dando paso a autopistas, luego a carreteras cada vez más estrechas, y finalmente, a una intrincada red de caminos forestales que serpenteaban entre montañas cubiertas de una vegetación densa y misteriosa.

El aire se volvió más puro, cargado con el aroma a pino, tierra mojada y algo más, algo salvaje y primitivo que le erizó los vellos de la nuca.

Varias horas después, el todoterreno se detuvo ante un portón de hierro forjado, imponente y oxidado, que parecía custodiado por la misma sierra de los Cárpatos. Al otro lado, un complejo de edificios de piedra oscura se alzaba, mezclados con el paisaje como si hubieran crecido de la misma roca. Eran hermosos, sí, pero su belleza era fría y desolada. Parecía una fortaleza medieval convertida en laboratorio.

‎            El portón se abrió sin un alma a la vista, revelando un camino empedrado que llevaba a la entrada principal del edificio más grande. Antes de que el conductor pudiera bajar, la puerta principal del complejo se abrió de par en par.

‎            De pie en el umbral, recortado contra la penumbra del interior, estaba Elias Thorne.

‎            Ariadna sintió un escalofrío que no tenía nada que ver con el frío. Él era un hombre alto, su figura atlética envuelta en ropas oscuras y sencillas que no lograban ocultar la musculatura tensa de sus hombros. Su cabello, del color del ébano, caía sobre una frente ancha, y sus ojos… Sus ojos eran de un azul hielo tan intenso que casi parecían brillar en la oscuridad. Y la miraban, a ella, con una fijeza que la hizo sentir desnuda. Había una cicatriz tenue que cruzaba su ceja izquierda, añadiéndole un toque de rudeza a su belleza casi inhumana.

‎            Él no se movió. Simplemente la observó mientras ella bajaba del vehículo, la bolsa de viaje en una mano y la otra aferrada al contrato que había firmado. El silencio era total, roto solo por el susurro del viento entre los árboles y, extrañamente, por el fuerte latido de su propio corazón.

‎            —Ariadna Vega —su voz era profunda, un grave retumbar que resonó en el pecho de Ariadna. No era un saludo, era una constatación.

‎            —Señor Thorne… mucho… mucho gusto —respondió ella, intentando mantener la compostura. La frialdad en su tono era palpable, pero también había una curiosidad subyacente en su mirada que la descolocó —. Respecto al contrato, tengo un par de…

‎            Elias se hizo a un lado, invitándole a pasar con un leve gesto de cabeza. No sonrió.

—Su alojamiento está preparado. Una de nuestras… empleadas, la guiará. —Él ni siquiera le dio la oportunidad de terminar su pregunta. Se dio la vuelta y se dirigió a una puerta lateral, su figura imponente desapareciendo en la oscuridad.

Ariadna quedó helada, preguntándose, qué demonios acababa de pasar.

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