La Custodia del Zorro
El golpe seco de la puerta al cerrarse no extinguió la tensión. Simplemente la concentró en el pequeño espacio de la cabaña. Ariadna se quedó paralizada en el umbral, el cuchillo cayendo al suelo de madera con un tintineo que selló el fin de su idilio.
La confusión que había sentido al ver a Elías dando órdenes a Lyra y Kiam se transformó en una punzada helada de profunda decepción. No estaba asustada; estaba furiosa.
—Me creaste un paraíso, Elías —dijo Ariadna, su voz baja y peligrosamente tranquila. Dio un paso hacia él, la mirada verde fija en la dorada—. Hiciste que los últimos tres meses fueran un sueño. Me cuidaste como a una princesa, donde nada malo existía, solo nosotros y nuestro hijo. Pero al orquestar esto y dejarme completamente en la oscuridad... nunca me consideraste tu compañera en realidad. La paz que tanto protegiste se sintió, en este momento, como un muro entre nosotros.
Elías, que había recuperado la compostura, avanzó hacia ella, la culpa lu