Ariadna se miró al espejo, pero la mujer que le devolvía la mirada parecía una extraña. Sus ojos verdes, que solían ser un reflejo de calma y determinación, ahora ardían con una mezcla de furia y un sentimiento que se negaba a nombrar: una atracción prohibida. La escena de la enfermería se repetía en su mente como una pesadilla: el cuerpo de Kael, el frío acero de la navaja en la mano de Elias, la indiferencia de Lyra. El Alfa había demostrado una crueldad que la repelía por completo, pero al mismo tiempo, la seguridad y el poder que emanaba la retaban, la seducían. Era una contradicción que la dejaba sin aliento.
La noche había caído inclemente en su paso sin siquiera inmutarse ante la locura que Ariadna estaba viviendo en ese rincón perdido en los Cárpatos.
La llamada a la puerta interrumpió su tormento interno. Era Elena recordándole que Elias le esperaba en su despacho. Ariadna se ajustó el vestido que le habían dado y, con el mentón en alto, se dirigió a la puerta. No era una víc