Ariadna se miró al espejo, pero la mujer que le devolvía la mirada parecía una extraña. Sus ojos verdes, que solían ser un reflejo de calma y determinación, ahora ardían con una mezcla de furia y un sentimiento que se negaba a nombrar: una atracción prohibida. La escena de la enfermería se repetía en su mente como una pesadilla: el cuerpo de Kael, el frío acero de la navaja en la mano de Elias, la indiferencia de Lyra. El Alfa había demostrado una crueldad que la repelía por completo, pero al mismo tiempo, la seguridad y el poder que emanaba la retaban, la seducían. Era una contradicción que la dejaba sin aliento.
La noche había caído inclemente en su paso sin siquiera inmutarse ante la locura que Ariadna estaba viviendo en ese rincón perdido en los Cárpatos.
La llamada a la puerta interrumpió su tormento interno. Era Elena recordándole que Elias le esperaba en su despacho. Ariadna se ajustó el vestido que le habían dado y, con el mentón en alto, se dirigió a la puerta. No era una víctima, no se iba a quedar de brazos cruzados ni mucho menos detenerse a llorar; ella era una guerrera que iba a enfrentarse al lobo.
La oficina de Elias era una mezcla de pasado y futuro: libros antiguos y relucientes pantallas holográficas. Elias estaba de espaldas a ella, absorto en la vista de la luna sobre el bosque. El silencio se prolongó, denso y tenso. Ariadna se mantuvo en el umbral, su presencia era un desafío silencioso.
Finalmente, Elias se giró, su rostro parevia una máscara de fría indiferencia.
—Toma asiento —su voz era un trueno suave, una orden sin la menor insinuación de cortesía.
—No me sentaré, ni aceptaré una disculpa que no has ofrecido —replicó Ariadna, con la voz firme—. ¿Qué fue lo que pasó en la enfermería, Elias?
El Alfa frunció el ceño, pero sin alterar su semblante.
—Eso no te concierne.
—Mi amenazaste con un cuchillo —contestó ella, dando un paso adelante. Sus ojos se fijaron en los de él—. ¡Claro que me concierne! Me trajiste aquí con la promesa de que te importaba salvar a tu gente con mi supuesto don, pero lo único que vi fue a un hombre dispuesto a tomar lo que necesitaba.
—Lo que necesito. —Elias se acercó lentamente, como un depredador acechando a su presa. La tensión entre ellos era palpable—. Tú eres mi salvación. La clave de la supervivencia de mi manada.
—¿Y por eso actúas de esta manera? —Ariadna no dio marcha atrás, aunque el corazón le latía con fuerza—. ¿Por eso crees que tienes el derecho de tratarme como si fuera una cosa, como si mi vida no importara? Yo no soy un objeto Elias.
—No lo eres. Eres un recurso —corrigió él, su voz era siendo un susurro helado. Se detuvo a unos centímetros de ella, su aliento con aroma a menta y bosque le envolvió—. Tienes un don, Ariadna. Un don que necesito. Y el precio que te ofrecí por tu sangre, el dinero que pagué para salvar tu empresa familiar… Me dio el derecho de reclamarlo. Te he comprado, Ariadna. Tu sangre, tu don, tu linaje. Todo es mío. Tu eres mía.
Las palabras no fueron un golpe, sino un gélido baño de realidad. La ira se mezcló con el miedo, y un deseo inexplicable de demostrarle que estaba equivocado.
—¿El precio que me ofreciste? ¿Crees que mi firma sobre ese papel te da derecho sobre mi vida?
—Ese contrato es lo de menos… tu sabes que me perteneces.
Ariadna no daba crédito a lo que escuchaba. Elias parecía obviar por completo cualquier rastro de civilidad y se comportaba como si en esos parajes las reglas fueran otras, como si antiguas costumbres de poder y pertenencia se impusieran frente a la racionalidad y el sentido. No tenía propósito seguir discutiendo sobre eso.
—¿Para qué era el cuchillo? ¿Qué es este misterio sobre mi sangre? —Ariadna alzó la voz, desesperada por una respuesta—. ¡Dime la verdad! ¿Por qué te obsesiona mi sangre de esa manera?
El semblante de Elias se mantuvo imperturbable. Ignoró la pregunta por completo. Con una mano, atrapó suavemente su mentón, obligándola a mirarlo a los ojos. El contacto fue un escalofrío que no era de frío, sino de electricidad pura.
—No necesitas entender. Solo necesitas aceptar que esto es inevitable —murmuró, con su voz cargada de una posesividad que le erizó la piel—. ¿Sientes esta conexión entre nosotros? El temblor que recorre tu cuerpo cuando estoy cerca. La forma en que mis ojos te persiguen. Lo sabes.
Con su otra mano, él acarició su cabello, apartando un mechón de su rostro para dejar su cuello libre. El gesto era lento, casi reverente. La tensión se hizo insoportable. El mundo se desvaneció, dejando solo el brillo gélido de los ojos de Elias, el calor de su cuerpo, la promesa tácita que emanaba de cada uno de sus movimientos. Él se inclinó, su rostro cada vez más cerca del de ella, hasta que sus labios estaban a punto de tocarse.
Fue en ese instante que Ariadna reaccionó. Un destello de furia y dignidad la golpeó. Se apartó de él abruptamente, rompiendo el hechizo. El chasquido del silencio fue ensordecedor. Elias no se movió. Se quedó mirándola, su expresión fría, pero una extraña chispa de respeto y diversión brillaba en sus ojos.
Una lenta y altiva sonrisa se extendió por el rostro de Elias.
—Tiene carácter señorita Vega, me gusta —dijo en voz baja—. Supongo que por ahora usted gana
—¡Esto no es un maldito juego!.. mi madre está muriendo —le recriminó ella sintiéndose enfadada por la actitud de Elias.
—Y todo mi dinero, contactos y recursos están a disposición para que eso no ocurra.
Ariadna recordó la llamada de su tía y como esta le pedía agradecerle a Elias por todo lo que estaba haciendo por la salud de su madre.
—Y de verdad te estoy muy agradecida por eso.
Elias negó con la cabeza, como restándole importancia al asunto, entonces le dijo: —Mañana, me acompañas al funeral.
La revelación la tomó por sorpresa.
—¿El funeral?
—El de Kael, el hijo de mi mejor amigo —respondió él, sin un rastro de emoción en su voz—. Murió a tu lado ¿lo recuerdas?
La culpabilidad la golpeó como un puñetazo, pero ella se negó a mostrarlo. Sabía que él estaba jugando con ella, usando sus emociones en su contra.
—Yo… no… lo siento, es que.
—No te sientas culpable, nada de eso fue tu culpa… es solo que tu don de verdad es la clave —dijo Elias, como si le leyera el pensamiento—. Solo espero que no te tome mucho tiempo procesar este nuevo suceso. Y que la próxima vez, la vida de uno de los nuestros no se pierda por una indecisión.
Sin decir nada más, se dio la vuelta y se alejó. Ariadna se quedó sola, con los puños apretados y el corazón latiendo desbocado. La promesa a su madre era un lazo que la ataba a ese hombre, pero la realidad era que estaba en un juego de poder. Tenía que luchar por su libertad, incluso si la tentación de rendirse a él era cada vez más fuerte.