Ariadna no reaccionó hasta que el primer rayo de luz gris del amanecer se coló por la rendija de la cortina. La luz, aunque tenue, trajo consigo una frialdad desoladora.
Se puso de pie, con su cuerpo entumecido, y caminó hacia el tocador. Su reflejo le devolvió una imagen pálida, con los ojos verdes muy abiertos y ojeras oscuras. Intentó peinarse el cabello castaño cobrizo, pero sus manos temblaban incontrolablemente.
Un suave golpe en la puerta la sobresaltó. Era Elena, la anciana empleada, con una sonrisa tranquilizadora y una pila de ropa doblada.
—Buenos días, señorita Vega. El señor Thorne la espera para el desayuno. He traído algo de ropa más adecuada para el complejo.
Ariadna miró la ropa: pantalones de tela gruesa, una camisa de manga larga de algodón y unas botas resistentes. Nada que ver con su guardarropa habitual de blusas delicadas y tacones que acostumbraba.
—Gracias, Elena. —Su voz sonaba ronca—. Elena… anoche… ¿escuché aullidos? ¿Hay lobos aquí?
Elena se detuvo, su sonrisa se desvaneció un instante. Sus ojos amables se encontraron con los de Ariadna, y en ellos Ariadna vio una profunda comprensión.
—Esta es una zona salvaje, señorita. Los lobos son… parte de ella. Algunos más que otros.
La evasión fue sutil, pero clara. Elena sabía. Todos aquí lo sabían. Ariadna asintió lentamente. —Entiendo.
Después de un baño rápido, con el agua caliente logrando calmar un poco sus músculos tensos, Ariadna se vistió con la ropa que Elena le había dejado. Las telas eran cómodas, prácticas. Se sintió como si estuviera poniéndose un disfraz.
Bajó al comedor, guiada por el aroma a café y algo más sustancioso, quizás carne asada. La mesa era larga, de madera oscura, y solo dos lugares estaban puestos en cada extremo. Elias Thorne ya estaba sentado, su figura imponente dominando el espacio. Vestía una camisa de lino oscura y unos pantalones a juego, que acentuaban la amplitud de sus hombros y el porte atlético. Su cabello negro, recién peinado, caía sobre su frente. No parecía haber una pizca de la bestia nocturna en él, salvo por la intensidad de sus ojos azules, que la observaron detenidamente mientras ella entraba.
—Buenos días, señorita Vega —su voz era tan profunda como la noche anterior, pero sin el matiz amenazante. Aun así, había una autoridad innegable.
—Buenos días, señor Thorne —respondió Ariadna, tomando asiento frente a él. La distancia entre ellos en la mesa parecía más grande de lo que realmente era.
Elena sirvió el desayuno: huevos revueltos, tocino crujiente, pan recién horneado y una generosa porción de carne que Ariadna no pudo identificar, pero que olía delicioso. El hambre, que había estado ausente por el miedo, rugió en su estómago.
Comieron en silencio, un silencio que Ariadna encontró extrañamente cómodo y, al mismo tiempo, cargado de una tensión indescriptible. Cada vez que sus ojos se encontraban con los de Elias, sentía una punzada de algo primitivo, una atracción que la asustaba tanto como la intriga. Había una fuerza en él, una energía contenida que vibraba en el aire, y su mirada la desnudaba de una forma que la hacía sonrojar. Era como si pudiera ver más allá de su piel, directo a su alma.
Cuando terminó de comer, Elias dejó su cubierto con un sonido metálico que rompió el silencio.
—Supongo que anoche… notó ciertas peculiaridades. —Su voz era mesurada, pero Ariadna no pudo evitar que un escalofrío le recorriera la espalda.
—Sí. Los aullidos. Y… —dudó, mirándolo directamente a los ojos— lo que vi en el jardín.
Los labios de Elias se curvaron mínimamente, una expresión que apenas era una sonrisa, pero que le enviaba un escalofrío electrizante por la columna vertebral. Era una sonrisa que no prometía calidez, sino algo mucho más antiguo y peligroso.
—Me alegra que sea perceptiva, señorita Vega. Ahorraremos tiempo. Este complejo, y yo mismo, somos… diferentes. Lo que vio anoche es la realidad de mi existencia y la de quienes viven aquí. Somos lo que algunos mitos e historias de terror llaman hombres lobo.
Ariadna sintió un vértigo. A pesar de haberlo intuido, escucharlo de sus propios labios era otra cosa. Se aferró al borde de la mesa para no caer. Aquello parecía un la chiste, pero entonces recordó la visión en la ventana.
—¿Hombres lobo? ¿De verdad? Pero eso… eso es imposible. Son solo cuentos.
—No en estas montañas, señorita Vega —interrumpió Elias, entrecerrando sus ojos ahora con un brillo que le recordaban a ella la luna. Una punzada de miedo, pero también una extraña excitación, la recorrió—. Y usted, Ariadna, es más que una simple botánica. Su linaje, las Vega, tienen un don. Un don que necesito.
La conversación cambió drásticamente, del shock a la cruda verdad de su situación. Elias se levantó ofreciéndole seguirle.
Ariadna se sentía fuera de sí, como reaccionando por puro impulso. Ella sabía que en otras circunstancias hubiese huido de ahí ante la primera señal de alarma, y claro que ya habían varias señales de esas, pero la imponencia del señor Thorne le tenían bajo un efecto que parecía hipnótico.
Elias caminó a su lado y la guio a un despacho contiguo. Sacó unos documentos y los colocó sobre la mesa.
—Su tío, Carlos Vega. Lo conozco. Su traición a su empresa, Vega Botánica, es un secreto a voces en ciertos círculos. Usó a la empresa para lavar dinero para… otros intereses. Intereses que yo he estado investigando.
Ariadna sintió un nudo en el estómago. —No entiendo. ¿Cómo sabe usted todo esto?
—Mis recursos son amplios, Ariadna. Sé que su madre necesita tratamiento costoso y que la Hacienda Esmeralda, aunque no sea su empresa principal, es una parte fundamental de su herencia familiar. Mi oferta no fue solo para cubrir las deudas de Vega Botánica. Fue para salvar lo que queda de su familia. Y para traerla a usted aquí.
Sus palabras eran frías, pero la implicación era clara: él la había estado observando. Él la había elegido.
—¿Y qué quiere usted de mí exactamente? —preguntó Ariadna, ahora con el miedo mezclado con una creciente rabia. Él la había acorralado.
Elias se acercó a ella, su imponente figura proyectaba una sombra sobre ella. El aire entre ellos se volvió denso, casi eléctrico. El aroma a bosque se intensificaba, envolviéndola.
—Su "don", señorita Vega, no es solo una habilidad para la botánica. Es un poder. Su linaje son los Guardianes de la Tierra. Pueden sanar. Pueden equilibrar. Y mi manada… mi gente, está muriendo. Una plaga silenciosa, una maldición antigua, los está consumiendo. Estos invernaderos avanzados son solo una fachada. Las plantas aquí, en estos laboratorios, son el último recurso. Y solo su toque, su esencia, puede activarlas.
Ariadna lo miró con sus ojos llenos de incredulidad. ¿Hombres lobo? ¿Brujería? ¿Un don mágico? Era demasiado para asimilar.
—Este contrato que firmó no es solo un acuerdo laboral, Ariadna. Es un contrato de por vida. Usted es la clave de nuestra supervivencia. Y yo… —Elias se inclinó, su rostro peligrosamente cerca del suyo. Ella pudo sentir el calor que irradiaba de su cuerpo, la promesa latente de una fuerza inmensa bajo su piel—… yo soy su Alfa. Y algo más. El destino nos ha atado.
Su aliento, cálido y con un sutil aroma a menta y pino, rozó sus labios. La tensión entre ellos era tan palpable que podía cortarse con un cuchillo. Una chispa se encendió en lo más profundo de Ariadna, una combinación de miedo, curiosidad y una innegable atracción por el peligro y el poder que emanaba de él.
Elias le dedicó una última mirada, sus ojos perforando los suyos, como si quisiera que entendiera la magnitud de lo que acababa de decir.
—Hoy comenzará a trabajar en los laboratorios. Elena la guiará. Y mañana… mañana le mostraré la verdadera extensión de su compromiso.
Se dio la vuelta y salió de la oficina, dejándola sola. Ariadna se quedó allí, el corazón latiéndole desbocado. Los documentos sobre Carlos, la revelación de los hombres lobo, el "don" de su linaje y la innegable e inquietante atracción por Elias. Pero lo que más la perturbó fue el final de su frase: la verdadera extensión de su compromiso.
¿Qué más podría implicar ese contrato con un Alfa? ¿Qué más le ocultaba Elias Thorne? La intriga la carcomía, eclipsando incluso el miedo.
Ella no necesitaba el miedo.
Ella necesitaba saber.