El Guardián Impuesto
El frío de la madrugada se había infiltrado en la cabaña. El fuego que Elías había dejado encendido para el día siguiente luchaba por mantenerse vivo en la chimenea. El silencio, ahora que la puerta se había cerrado por segunda vez, no era pacífico; era una cámara de tortura.
Ariadna no se había movido de su sitio. Seguía en el centro de la sala, su cuerpo rígido, la rabia una caldera a punto de estallar. A un lado, junto a la mesa donde solían cenar como una familia feliz, Kiam afilaba lentamente una daga, el único sonido que rompía la quietud. Su concentración era casi ofensiva, como si la partida del Alfa y la confesión que había destruido el equilibrio no le afectaran en absoluto.
Finalmente, Kiam se enderezó y guardó la daga en su cinturón. Miró a Ariadna con esos ojos dorados que ahora eran descaradamente transparentes. El respeto por la Luna de su primo luchaba con la libertad recién adquirida de no tener que ocultar su afecto.
—Si esperas que me suicide po