El magnetismo del Alfa

‎            El impacto de la noche anterior se asentó en Ariadna como un peso frío en el pecho. Elias Thorne era un hombre lobo. No una metáfora, no un cuento de hadas retorcido, sino una criatura de leyenda viviente. Y ella estaba atrapada en su "Complejo Luna Sombría", atada por un contrato, un juramento silencioso y, lo más aterrador, por una conexión inexplicable con el propio Alfa.

‎            El sol, que apenas se atrevía a asomarse por las gruesas ventanas del laboratorio, parecía burlarse de su nueva realidad.

Caminó por los impecables pasillos con una rigidez forzada, cada paso era un eco de su propia incredulidad. Su mente era un torbellino.

Hombres lobo. Un "don" ancestral. Una plaga misteriosa que consumía a la manada de Elias. La razón le gritaba que huyera, que encontrara la manera de escapar de esa prisión de piedra y secretos. Pero luego, la imagen de su madre volvía a ella. Su rostro pálido, su respiración frágil. La promesa de los costosos tratamientos. El dinero. El maldito dinero que la había llevado a los Cárpatos y a los pies de un ser de pesadilla. ¿Podía realmente abandonar a su madre por su propio miedo? El compromiso moral, el lazo invisible que la unía a su familia, era un ancla más fuerte que cualquier cadena.

Se había prometido salvar lo que quedaba de su linaje, y eso incluía a su madre. Se quedaría. Al menos, por ahora.

‎            Elena la esperaba en la entrada del laboratorio de horticultura avanzada, sus ojos amables evaluaron el semblante pálido de Ariadna.

‎            —Sé que es mucho para asimilar, señorita Vega —murmuró Elena, su voz era suave y reconfortante—. Pero este lugar es seguro. Y el señor Thorne… él solo quiere lo mejor para su gente.

‎            Ariadna asintió, sin confiar en su voz. Elena la condujo a través de puertas de seguridad, revelando un espacio que la dejó sin aliento. El laboratorio era una maravilla de tecnología y vida. Filas y filas de invernaderos climatizados con luz artificial, cámaras de crecimiento hidropónico, computadoras analizando datos de miles de plantas. Pero lo que la impactó fue la sección central: un vasto jardín interior, cubierto por una cúpula de cristal que permitía pasar la escasa luz natural.

Allí, las plantas crecían con una vitalidad asombrosa, algunas con hojas de un púrpura brillante, otras con flores que pulsaban con una luz propia. Y entre ellas, había otras que lucían enfermas, sus hojas marchitas, sus tallos lánguidos, como si la vida misma se les estuviera escapando.

‎            —Estas son las plantas que necesitan su atención —explicó Elena, señalando las especies enfermas—. Han sido resistentes a todos nuestros tratamientos. Hemos intentado todo, pero… se están muriendo. Al igual que algunos de los nuestros.

            “…de los nuestros” esas palabras se quedaron en su mente, pero tuvo miedo de preguntar, temía que las revelaciones asombrosas no se detuvieran.

‎            Ariadna se acercó a una orquídea de un color rosa pálido, que debería haber estado vibrante pero que ahora parecía descolorida. Rozó suavemente una de sus hojas. En ese instante, sintió una vibración recorrer su brazo, una conexión casi eléctrica con la planta. Era una sensación familiar, una que había experimentado desde niña, pero nunca con tal intensidad. Era su "don" despertando, respondiendo a la necesidad de la planta. El miedo se mezcló con una punzada de curiosidad científica.

‎            —Toda nuestra fe esta puesta en usted —la voz profunda del Alfa resonó desde la entrada del jardín, haciéndola sobresaltar.

‎            Se giró y Elias estaba allí, parado en el umbral, su figura enmarcada por la luz artificial de los pasillos del laboratorio. Llevaba una camiseta ajustada que delineaba los potentes músculos de sus brazos y hombros, una visión que encendió un calor inesperado en el vientre de Ariadna. Sus ojos azules la recorrieron con una mezcla de evaluación y algo más, algo que la hizo sentir vulnerable y expuesta.

‎            —Señor Thorne —dijo Ariadna con su voz más firme de lo que esperaba. Había una nueva valentía en ella, una que nacía de la desesperación y la necesidad de proteger a su madre.

‎            Él avanzó lentamente, sus pasos silenciosos resonaron sobre el suelo pulido. Cada movimiento exudaba una gracia animal, una fuerza latente. El aire se hizo más denso a su alrededor, cargado con su aroma a pino y almizcle, un olor que ahora encontraba extrañamente embriagador.

‎            —He supervisado su trabajo en Vega Botánica. Sus métodos eran… intuitivos. Pero efectivos. Esta orquídea, por ejemplo. —Se detuvo junto a ella, su mano apenas rozando la espalda baja de Ariadna, enviándole un escalofrío que ella no pudo disimular. La piel bajo su camiseta pareció arder—. Necesita más que intuición ahora. Necesita su esencia.

‎            Él la miró fijamente, sus ojos tan cerca que ella pudo ver motas doradas en el azul profundo. La tensión entre ellos era una cuerda tirante, casi dolorosa. La cercanía de Elias era abrumadora, su mera presencia ejercía una fuerza gravitacional. Había algo en él que la atraía como una polilla a la llama, una promesa de poder y peligro que la incitaba a explorar.

‎            —¿Mi esencia? —preguntó Ariadna con su voz siendo apenas un susurro.

‎            —Sí. La conexión elemental de su linaje con la tierra. Es lo que los diferencia a usted y a su abuela y a todo su linaje de un botánico ordinario. Es lo que puede salvar a estas plantas. Y a mí manada. —Su mirada cayó sobre sus labios por un microsegundo, y Ariadna sintió un hormigueo eléctrico.

‎            Él se alejó tan abruptamente como se había acercado, rompiendo la burbuja de tensión que los rodeaba.

‎            —Elena la instruirá sobre los protocolos del laboratorio. Mañana, empezaremos el trabajo más delicado.

‎            Elias se dirigió hacia una de las computadoras. Ariadna se quedó observándolo, el corazón aún desbocado. Sabía que estaba en peligro, no solo por el mundo sobrenatural que la rodeaba, sino por el propio Elias Thorne. Su atractivo era innegable, un magnetismo oscuro que la llamaba a un precipicio. Y lo más aterrador de todo, es que una parte de ella quería saltar.

‎            Mientras Elias tecleaba en la pantalla, un último pensamiento la golpeó. Se había quedado por su madre, por la promesa de ayuda. Pero, ¿y si Elias ya había obtenido lo que quería al traerla allí? ¿Y si, una vez que su "don" fuera explotado, la liberaría o la mantendría prisionera?

‎            La intriga se mezcló con un creciente temor. La promesa de su madre estaba sobre sus hombros, pero la jaula dorada en la que se encontraba, custodiada por un Alfa enigmático y poderoso, ahora parecía más una trampa que una solución. Y por primera vez, Ariadna se preguntó si su propia libertad valía menos que la vida de su madre. La respuesta era un terrible e incómodo silencio.

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