Valentina nunca imaginó que su destino se sellaría con una firma. Obligada a casarse con Alejandro Ferraro para saldar una deuda impagable que su padre contrajo, se convierte en la esposa de un hombre que no cree en el amor… solo en la venganza. Detrás de su impecable traje y su mirada impenetrable, Alejandro oculta una herida abierta: la muerte de su padre, una tragedia que atribuye al hombre que ahora es su suegro. Y la única forma de cobrarse ese dolor es destruyendo a Valentina… poco a poco, día tras día, haciéndola pagar con cada lágrima. Pero lo que comienza como una cruel estrategia pronto se vuelve un juego peligroso. Y mientras las mentiras se desmoronan, Alejandro descubrirá que vengarse no es tan fácil cuando el corazón empieza a traicionarlo. ¿Será capaz de soltar el pasado antes de destruirlo todo… incluso a la única mujer que podría salvarlo?
Leer másLa puerta se abre de golpe. No necesita girarse para saber quién ha entrado. Su presencia llena el espacio como una tormenta: Alejandro Ferraro. Su fragancia, una mezcla de alcohol y perfume caro, llega antes que él. Cuando se acerca, Valentina siente el calor de su cuerpo y la tensión densa en el aire.
—Valentina... o mejor te llamo Señora de Ferraro —dice él con una voz burlona y cínica.
Ella levanta la vista para encontrarse con la suya. Sus ojos marrones la escudriñan con una intensidad que la hace desear desvanecerse en la nada. Hay algo en él que la aterra y la atrae al mismo tiempo.
Él se tambalea ligeramente al acercarse más; su aliento delata que ha estado bebiendo. Antes de que Valentina pueda reaccionar, él la toma por los hombros con una fuerza que le arranca el aire. No dice nada. No puede, y no quiere. Solo lo mira, aguantando las lágrimas que amenazan con brotar.
Entonces, sin previo aviso, Alejandro la levanta. Sus manos se deslizan hasta el encaje del vestido y lo arranca de un tirón seco.
Ella no se mueve. No hay gritos, ni un susurro. Su inmovilidad parece enloquecerlo más. Comienza a besarla bruscamente, sus labios reclamando los de ella sin compasión. Le muerde el labio, y el dolor se vuelve un recordatorio agudo de la realidad. Valentina cierra los ojos, dejando que todo suceda, mientras una lágrima solitaria rueda por su mejilla.
—¿Es que no vas a resistirte? —gruñe él, separándose un instante para mirarla con furia. Su respiración es irregular; su mandíbula, tensa—. ¡Haz algo! Di que no. Suplica.
Pero ella no lo hace. Su silencio lo enfurece aún más. Alejandro aprieta los dientes, y su rabia contenida se transforma en algo aún más oscuro. Lo que él no comprende es que Valentina no tiene fuerzas para pelear. No en ese momento. No contra alguien como él.
Entonces, con ímpetu nacido de lo más profundo de su ser, la toma en brazos. La lanza, y como si fuera una pluma, cae en la cama. Su fuerza y su determinación son innegables, casi abrumadoras.
—¡Eres mía! —le espeta con voz amenazante. Sus ojos la miran con desprecio y rencor.
Está poseído. La desnuda sin cuidado; sus manos grandes aprietan su piel con dureza. Se pone de pie, y por un momento, ella piensa que va a detenerse. Pero al verla completamente desnuda, su deseo se intensifica. La devora con la mirada, está disfrutando de cada segundo.
Se desviste frente a ella, y Valentina no puede evitar verlo. Su miembro erecto, sus músculos tensos, el pecho firme, los brazos fuertes... Todo en él irradia poder, virilidad.
La culpa la golpea de inmediato. "No debería estar pensando en esto", se reprende, aunque sus ojos siguen explorándolo, atrapados en esa atracción que no quiere aceptar.
Cuando él se detiene en sus pechos, ella hace un gesto para cubrirse, pero eso parece excitarlo aún más. Se lanza sobre ella, le aparta las manos y comienza a besarle los pezones con rudeza, encontrándolos erectos. El cuerpo de Valentina empieza a traicionarla.
Cada movimiento es salvaje, como si buscara más que poseer su cuerpo: quiere dominar su alma, doblegar su voluntad.
—Pagarás por lo que tu padre ha hecho —suelta él entre dientes.
Valentina se congela. “¿No tiene ya lo que quería?”
La piel de Alejandro quema contra la suya. Cada caricia es una mezcla de brutalidad y necesidad. Ella no se mueve, no responde. Su pasividad lo enciende más. Su respiración se agita, y sus movimientos se tornan desesperados.
Él aprieta con fuerza sus caderas, desliza una mano hasta la rodilla y separa sus piernas. Su mirada la recorre con lujuria.
—Eres absolutamente… perfecta.
Un calor sube por la piel de Valentina. Es un calor que no quiere admitir. Alejandro se agacha, comienza a besar sus muslos, saboreándolos lentamente con su lengua. Su cuerpo se estremece. La humedad entre sus piernas comienza a delatarla. Cada respiración se vuelve más pesada, y su centro, húmedo y sensible, revela el deseo que su mente lucha por ocultar.
—Por los dioses, estás tan caliente… tan mojada. Me enloqueces —gruñe, y comienza a lamer su clítoris con precisión, lento, devorándola. Lo disfruta, su aroma lo enloquece. Sabe cómo tocar cada fibra de su ser.
Valentina jamás había sentido algo así. Está disfrutando. Se contorsiona en la cama, arquea la espalda, lo pide sin palabras. Todo en su cuerpo lo suplica.
—Más… así… así… no pares… —gime entre jadeos.
Alejandro se dedica a ella con una pasión desenfrenada. Su lengua la lleva al límite una y otra vez. Está perdida, se rinde completamente. Quiere que siga, que no se detenga. Pide más, como si fuera lo único que su cuerpo sabe hacer. Comienza a sentir temblores en su cuerpo.
Cuando abre los ojos, él parece entender el clímax que se avecina. Entonces, justo cuando la tensión la consume, su cuerpo tiembla con espasmos violentos. Él la observa con deleite.
Deja de besarla y lamer su piel ardiente. Ya no pueden contenerse más. Se acomoda entre sus piernas, dispuesto a tomarla de una vez, con el deseo desbordándosele en cada fibra del cuerpo
Al empujar más profundo, algo lo detiene. Sus ojos se clavan en los de ella, incrédulos.
—¿Eres virgen? —su voz sale grave, cargada de incredulidad y algo más que no sabe describir.
Valentina no responde. Tiembla bajo él, no de miedo, sino de deseo. Ninguno de los dos se detiene. Están demasiado consumidos por la necesidad.
Sus manos firmes la recorren con hambre, arrancándole gemidos que llenan la habitación. Cada embestida es profunda, calculada, como si quisiera marcarla desde adentro, y ella, se entrega por completo, perdida en el placer abrasador que él le ofrece.
El roce de sus cuerpos, húmedos y ansiosos se intensifica hasta que la lleva a un punto donde el mundo deja de existir. Valentina está al borde, y cuando él la lleva al clímax, su cuerpo se sacude con una ola de placer arrolladora. Gime su nombre, vencida por el éxtasis.
—¿Por qué no me lo dijiste? —murmura él, aún rozando su cintura con una caricia firme.
Ya no hay rabia en su voz. Solo deseo, sorpresa.
Valentina se gira lentamente, le da la espalda y se cubre con la sábana hasta los hombros. El temblor del orgasmo la delata. No dice nada. Solo respira, aún estremecida, mientras él la observa en silencio, como si, por primera vez, se diera cuenta de que acaba de cruzar una línea sin retorno.
Los dos días transcurren con una rapidez casi abrumadora. Valentina se sumerge por completo en su trabajo; cada minuto parece evaporarse entre correcciones de artículos, sesiones de fotos y reuniones en la revista. La llevan y traen en el auto de la mansión, escoltada por dos guardaespaldas que se aseguran de que ningún imprevisto interrumpa sus trayectos. La ciudad se desliza por la ventana del coche: calles húmedas, semáforos que cambian de color, transeúntes indiferentes. Mientras tanto, Valentina siente que su mente nunca descansa; entre papeles, cámaras y correcciones, el recuerdo de Alejandro aparece a cada instante, un hilo de preocupación y anhelo que no puede ignorar.Cada vez que el teléfono vibra, su corazón da un salto, una chispa de esperanza que se apaga al ver que no hay llamadas de Alejandro. “Debe estar muy ocupado… quizá atrapado en reuniones interminables”, se dice para calmarse, aunque la sensación de vacío no desaparece. Cada minuto que pasa sin escuchar su voz se
El amanecer la encuentra en vela. Valentina no ha podido dormir; pasó gran parte de la noche repasando una y otra vez la decisión que tomó. La amenaza de Luciana se cierne como una sombra sobre cada pensamiento, recordándole que quedarse en su departamento ya no es una opción. Cada ruido fuera de la ventana, cada movimiento en el edificio, le parece un presagio. Sabe que debe actuar con rapidez y discreción, y que Alejandro tomó la decisión correcta al ofrecerle la mansión como refugio.Con calma, comienza a preparar lo poco que llevará. Una valija pequeña con su ropa más necesaria, un par de libros que le acompañan en sus momentos de tranquilidad, su cuaderno de trabajo y algunos objetos personales que no está dispuesta a dejar atrás. Entre ellos, coloca con especial cuidado su cámara, esa herramienta que no es solo de trabajo, sino también una extensión de sí misma. Todo lo demás lo deja atrás, convencida de que regresará por ello más adelante, cuando las aguas estén más tranquilas
Valentina acomoda con cuidado las cosas que llevará a la mansión: lo más esencial, algunos artículos personales, un poco de ropa y su material de trabajo. No quiere cargar con demasiado, prefiere mantenerlo simple, como si esa moderación pudiera también ordenar el torbellino que siente por dentro. Cuando termina, se sienta al borde de la cama y se queda pensativa, mirando un punto fijo sin verlo realmente, preguntándose si lo que está haciendo está bien.—¿De verdad lo hago por seguridad… o porque quiero estar cerca de él? —susurra, casi como si temiera escuchar su propia respuesta.Con un suspiro profundo, se deja caer de espaldas sobre el colchón, como si su cuerpo ya no soportara el peso de tantas emociones. El recuerdo de Alejandro la golpea con una fuerza inesperada: la calidez de su piel rozando la suya, el calor de su respiración entrecortada, aquella noche que aún late con vida en cada rincón de su memoria. Desde entonces no han vuelto a encontrarse en la intimidad, pero su cu
Graziella acomoda un ramo de flores sobre la mesa, cuidando cada detalle. Andrés la observa desde su sillón, con una sonrisa serena.—No sabes cuánto he soñado con el día de nuestra boda… —dice ella con brillo en los ojos—. Quiero que todo salga bien, sin sobresaltos.Andrés la contempla en silencio unos segundos, hasta que le toma la mano con suavidad.—Graziella… no tienes idea de lo feliz que me haces. Pensé que después de perder a mi esposa nunca volvería a sentir algo así. Pasé años convencido de que mi vida estaba terminada, resignado a la soledad.Ella lo mira con ternura, y Andrés continúa, con la voz un poco quebrada—Y entonces llegaste tú… primero como mi enfermera, cuidando cada detalle, acompañando mis dolores y mis silencios. Y poco a poco, sin darme cuenta, me devolviste la esperanza. Lo que nació entre nosotros no fue casualidad, fue un regalo. Un regalo que yo jamás creí que merecía a estas alturas de mi vida.Graziella sonríe, con lágrimas contenidas.—Andrés…Él aca
Isabela entra al despacho con un par de carpetas bajo el brazo.—Aquí están los papeles que me pediste —dice, extendiéndoselos sobre el escritorio.Alejandro asiente distraído, su mirada perdida en la ventana.—¿Te encuentras bien? —pregunta ella, intentando captar su atención.Él no responde, apenas mueve la cabeza.—Alejandro… ¿Qué te pasa? —insiste Isabela, frunciendo el ceño—. No estás escuchando nada de lo que te digo.Él parpadea, como si despertara de un trance, y finalmente murmura:—¿Perdón? —murmura, la voz apagada.Isabela suspira. Está acostumbrada a su jefe exigente, siempre atento a los detalles, nunca dejando un cabo suelto en los negocios. Esa distracción que percibe ahora no es común. Sabe, aunque nadie se lo ha dicho, que la fuga de Luciana sigue pesando en su mente.—Rodrigo Santoro llegará dentro de dos días —dice Isabela, señalando el calendario con cuidado—. Solo quería recordarte que lo tendrás que recibir personalmente.—Sí, claro —responde Alejandro, volvien
El olor a polvo, sudor y licor flota en el aire. Las paredes del galpón están manchadas y descuidadas, y botellas rotas crujen bajo los pies de Giovanny cada vez que se mueve. La luz que entra por los agujeros del techo dibuja sombras irregulares sobre su rostro y su ropa pegada al cuerpo, sudada y cubierta de mugre. Cree que nadie podría encontrarlo aquí… hasta que un golpe seco sacude la puerta de metal oxidado.El corazón se le acelera. Giovanny se queda inmóvil, escuchando cómo el eco del golpe reverbera en el espacio vacío.—¿Quién… quién está ahí? —susurra, la voz áspera, cargada de sorpresa y miedo.Se acerca con pasos lentos y cautelosos, mezcla de desconfianza y agotamiento, y abre la puerta.Luciana está allí.Cada detalle de su presencia corta el aire: lentes oscuros que esconden su mirada, una pañoleta perfectamente anudada alrededor de la cabeza, un abrigo elegante que cae con precisión sobre su figura. No hay rastro de duda en ella; su porte transmite peligro y control a
Último capítulo