[Ginevra]
Nunca pensé que podría odiar tanto a alguien como odiaba a Valentino. Ese hombre había llegado como un huracán, arrasando con todo lo que era, lo que creía, lo que sentía… Y por la maldita sonrisa que dibujaba en su rostro, parecía disfrutar cada segundo de mi ruina. Me di la vuelta para salir de ese jardín. El aire me asfixiaba. Todo me asfixiaba. Quería encerrarme, acurrucarme en un rincón y desaparecer. Llorar hasta quedar vacía. O gritar hasta que me sangrara la garganta. No sabía qué deseaba más… tal vez ambas cosas a la vez. —¿Cachorra, a dónde vas? Me detuve en seco. El corazón me dio un vuelco. Me giré, y allí estaba él, con esa sonrisa amplia y descarada. ¿Me había llamado "cachorra"? La palabra me golpeó fuerte. encendiendo algo visceral en mí. La ira me recorrió como una llamarada por las venas. Quería correr hacia él y arrancarle esa sonrisa maldita del rostro. —¡Eres un bastardo! —le grité, la voz cargada de odio, de impotencia, de un dolor que ya no cabía en mi pecho. Corrí hacia él y lo empujé con todas mis fuerzas. Retrocedió un poco, pero ni siquiera se inmutó. Su tranquilidad me enloquecía más. —Cálmate —murmuró con esa paz fingida que me hacía sentir aún más insignificante. ¿Calmarme? Solté una risa amarga y lo empujé de nuevo. Ya no podía más. Las lágrimas brotaron como una tormenta, calientes, desesperadas. Lloré con el alma rota, sintiendo cómo mi pecho se partía en dos. —Espérame un momento, ahora regreso para que sigas peleando conmigo —dijo con una sonrisa que me provocó náuseas. Luego, pellizcó mi mejilla. Y lo peor fue que mi piel reaccionó. Un cosquilleo traidor me recorrió. Lo odié más... pero también me odié a mí por no ser de piedra. Le di un golpe en la mano y retrocedí como si me quemara. Me quedé allí, inmóvil, observándolo mientras regresaba junto a sus padres. No lo entendía. Se suponía que debía odiarlo, y lo hacía... pero cada vez que se acercaba, cada vez que lo sentía cerca, algo salvaje y primitivo despertaba en mí. Un impulso que no podía controlar. Una contradicción que me destrozaba por dentro. Yo amo a Ethan. Lo amo, me lo repito como un mantra. Pero cuando Valentino está cerca, mi cuerpo ya no me pertenece. Se tensa, se sacude, tiembla como si respondiera a otro tipo de lenguaje… uno que no quiero entender. —Cachorra, ven —ordenó él con voz grave. Lo fulminé con la mirada. Su sonrisa ladeada apareció de nuevo. No me moví. Crucé los brazos como un escudo inútil. —Te dije que vengas —insistió. Me negué con el cuerpo, aunque por dentro ya sentía que estaba perdiendo otra batalla invisible. Él caminó hacia mí, me tomó del brazo con firmeza y me arrastró hacia donde estaban sus padres. —La casa está lista. El coche los está esperando —informó su padre. Tragué saliva. Cada palabra era una sentencia. Aparté la mirada, deseando poder cerrar los ojos y despertar en otro lugar, en otra vida. —Ve al coche, yo iré después —ordenó Valentino. Quise negarme, plantarme, gritar, pero el tipo de la cicatriz en forma de X me sujetó del brazo y me llevó sin mediar palabra. Cada paso que daba era como si cargara cadenas invisibles. —Sube —ordenó al llegar al coche, abriendo la puerta. Miré el interior como si fuera una boca oscura, esperando tragarme. Un lugar donde se escondían monstruos. Uno en particular. —Date prisa —insistió. Lo miré con rabia, con desprecio. —Se supone que, siendo la esposa de Valentino, soy yo quien debería darte órdenes, no al revés. —A mí solo me da órdenes Salvatore. Ahora sube… o te lanzo dentro. Lo fulminé con la mirada, pero me subí. No por obediencia, sino por agotamiento. Cerró la puerta de un portazo y el encierro me dejó sin aire. Miré por la ventana. Vi a Valentino discutir con sus padres. El padre parecía a punto de estallar, y él, como siempre, parecía tener el control. Después de un gesto brusco, se alejó. Se subió al coche. Llevaba el ceño fruncido y la tensión en su cuerpo era evidente. —Necesito relajarme... así que prepárate —dijo, sin rodeos. Lo miré, sin comprender de inmediato. Pero bastaron unos segundos para que las palabras tomaran sentido. Me abracé el cuerpo, pegándome a la puerta contraria, como si eso pudiera protegerme. —Yo no me voy a acostar contigo —solté con voz temblorosa. Ethan era el único hombre en mi vida. El único que había amado. El único que debía tocarme. —Hablas muy rápido. Pero créeme… pronto estaré entre tus piernas —murmuró con descaro. —Eres un idiota sin tacto. —Me han dicho cosas peores. Amplía tu vocabulario, lo necesitarás. Me mordí el labio, intentando frenar el temblor de mi cuerpo. Tenía miedo. Miedo real. Miedo de lo que pudiera hacerme. Miedo de lo que pudiera provocar en mí. —Estoy embarazada —dije, buscando protegerme con esa excusa. —¿Y? ¿Acaso las embarazadas no follan? El conductor rió con una carcajada hueca. —Eres un cerdo despreciable —le espeté, sin mirarlo. —Y tú, una cachorra rabiosa. Lo fulminé con la mirada. Ya no sabía si quería golpearlo o llorar. —No vuelvas a dirigirme la palabra. Y yo me encargaré de no dirigírtela a ti. Valentino se encogió de hombros. Como si nada le importara. Como si yo no fuera más que una pieza más en su juego. Marcó algo en su celular y me ignoró por completo. Lo observé, queriendo entender qué clase de monstruo era. Cuando levantó la mirada, giré el rostro y me refugié en la ventana. ¿Cómo carajo iba a salir de esto? Después de casi una hora de viaje, llegamos a una mansión enorme. Me reí por lo bajo. Ya nada me sorprendía. Era obvio que ese malnacido tenía dinero… y poder. Demasiado poder. Bajé sin decir una palabra. Caminé como un autómata hacia la entrada. Al entrar, varios hombres de traje negro se pusieron tensos al verme. —Sube. Tus cosas ya están arriba —dijo Valentino detrás de mí. Me giré para responderle, pero el sonido de unos tacones me interrumpió. Una mujer rubia, altísima, entró con aire de diva: pantalón blanco, crop top negro de mangas caídas, una mirada afilada como cuchillas. —¿Entonces es cierto que te casaste? —le preguntó, observándome con desprecio. —¿Qué haces aquí, Analía? ¿Y quién carajo te lo contó?—gruñó Valentino. Ella se acercó a él, ignorándome por completo. —Quería ver por quién me cambiaste. Y ahora que la veo… sé que no valió la pena. Se rió y se le pegó al cuerpo como una serpiente. Luego me miró con burla. —Su polla es mía —soltó, antes de besarlo. Me congelé. No por él. Sino por lo que sentí. Un torrente de rabia, de celos, de asco… que no supe manejar. La aparté de un tirón. —Deberías valorarte más. Él me escogió a mí. Ahora vete… o te juro que te arañaré la cara. Ella me miró con odio, pero rió como si no valiera la pena discutir. —Tú no perteneces a este mundo. Pronto estarás rogando por irte… y yo estaré lista para ocupar tu lugar. Valentino la arrastró fuera de la casa. Yo me quedé allí, sola. Con el corazón latiendo con fuerza y un sabor amargo en la boca. No entendía qué me dolía más: su indiferencia, sus palabras… o el hecho de que, por un segundo, yo había peleado por él. Me sentí sucia. Traidora. Rota. Me abracé a mí misma mientras una sola pregunta me martillaba por dentro: ¿Y si estoy empezando a sentir algo por el hombre que más debería odiar?