7: entre el odio y el deseo

[Ginevra]

Después del incidente con aquella mujer tan despreciable ambos subimos a la habitación. Yo lo mire y le hice un gesto de fastidio.

Valentino era un maldito dolor en el trasero, y su presencia solo despertaba en mí unas ganas terribles de golpearle la cara.

—¿Puedes dejar de mirarme así? —me pidió, sin apartar la vista.

Desvié la mirada y me senté en el borde de la cama. Observé con atención la habitación. Era enorme, con un balcón inmenso y una decoración marcadamente masculina. Oscura, sobria... fría. Como él.

—No dormiré contigo —le aclaré, con firmeza.

—Entonces dormirás en el jardín. No pienso permitir que uses otra habitación de mi casa.

¿Se podía ser más imbécil y cruel? Lo dudaba.

—Deberías irte con ella... Total, ya te espera en su cama —solté con veneno, saboreando cada palabra.

Valentino se rió, ese sonido grave y arrogante que me hervía la sangre, y comenzó a acercarse. Me subí a la cama, retrocediendo lo más que pude.

—Aléjate o te juro que...

No terminé la amenaza. Me agarró del tobillo con fuerza y me arrastró hacia él. En un parpadeo, ya estaba sobre mí... entre mis piernas.

Me removí desesperada, pero era inútil. Valentino era enorme y su peso me inmovilizaba.

—¡Pesas! Vas a aplastar al bebé —grité, aterrada.

Pero no me prestó ni la más mínima atención.

—Quiero que seas más dócil —susurró, su aliento cálido rozando mi rostro.

Tragué saliva. Su cercanía era sofocante. Giré la cara, pero él me sujetó de la barbilla y me obligó a mirarlo.

—Ahora me perteneces, pequeño cachorro. Y vas a obedecerme en todo.

Su boca capturó la mía. Sus labios eran suaves. Y, para mi desgracia, sabían a cereza.

El recuerdo de ella besándolo me golpeó fuerte. Con toda mi fuerza, lo empujé.

Me bajé de la cama a toda prisa. Él quedó de espaldas, mirando el techo como si nada hubiera pasado.

—No quiero que vuelvas a besarme. Entiende que no me gustas —le mentí.

Pero la verdad era otra: me moría de celos por el beso con esa maldita rubia.

Valentino no dijo una sola palabra. Se levantó con calma, como si todo estuviera bajo control.

Lo observé. Sin querer, mis ojos se detuvieron en la pretina abultada de su pantalón.

¡Dios! Valentino era un pervertido... y mi cuerpo era idiota por reaccionar así.

Él me miró. Su mirada era tan intensa, tan profunda, que sentí que me desnudaba con los ojos.

—Habla todo lo que quieras, cachorra —murmuró con una media sonrisa—. Pero pronto vas a rogarme que te folle.

Sentí un calor insoportable subirme por el pecho. No sabía si era rabia, vergüenza o esa maldita atracción que me negaba a aceptar. Me di la vuelta para no tener que seguir enfrentando esa mirada y caminé hacia el baño, con las manos temblando.

—No te atrevas a seguirme —le advertí antes de cerrar la puerta.

La cerradura no funcionaba, por supuesto. Nada en esta mansión funcionaba a mi favor.

Me encerré igual, apoyando la espalda contra la puerta cayendo lentamente hasta quedar sentada en el piso frio. Respiré hondo. Tenía que mantener la cabeza fría. No podía dejarme llevar por esta atracción insana que tenía por él. Ahora más que nunca creía plenamente que estaba sufriendo del síndrome de Estocolmo.

Era ridículo que ese hombre me hiciera sentir todo lo que estaba sintiendo.

Él tocó la puerta un par de veces, pero yo no me moví, y tampoco le contesté.

—No te haré daño, Ginevra. Solo estoy cansado de que sigas fingiendo que no sientes nada. Sé que te gusto, puedo verlo en tus enormes ojos marrones —me dijo desde el otro lado.

Apreté con fuerza los ojos y negué con la cabeza. Yo no sentía nada por él. No podía aceptarlo.

—No estoy fingiendo. Te odio —le dije.

—Vale, puede que me odies, pero aun así, te tiemblan las piernas cada vez que estoy cerca.

¡Maldito arrogante!

Me levanté y caminé al lavabo. Abrí el grifo para ignorarlo, pero sus palabras seguían clavándose como agujas en mi cabeza, taladrándome dolorosamente.

Desde el espejo vi cómo la puerta se abría. Valentino entró... sin camisa.

Tragué en seco. Su físico era impresionante. Los músculos tensos, marcados, y un vello fino cubría su pecho, descendiendo con descaro hasta desaparecer dentro del pantalón.

Aparte la vista con rapidez, me di media vuelta para encararlo.

—Te dije que no entraras —lo regañé, sintiéndome vulnerable.

—Solo dijiste que me odiabas.

Puse los ojos en blanco y me volví al espejo. Tomé un poco de agua entre mis manos y me lavé el rostro, tratando de calmarme.

—Hoy asistiremos a una cena. Quiero que el resto de mi familia te conozca. Y mañana, a primera hora, iremos al ginecólogo. Quiero saber cómo está mi hijo —me dijo, con voz baja, casi tierna.

Levanté la vista. Desde el espejo, nuestras miradas se cruzaron.

Valentino se acercó lentamente a mí, sin romper el contacto visual. Al llegar, puso una mano grande y cálida sobre mi vientre. Yo no podía apartar la mirada de la suya, atrapada en esa intensidad que me devoraba.

—Suéltame —le dije, aunque mi voz apenas salió como un susurro.

Valentino me dio la vuelta con firmeza, me cargó y me sentó en el lavabo. Aprisionó sus piernas entre las mías, robándome el espacio y el aliento.

Puse las manos en su pecho para apartarlo, pero la calidez de su piel quemó mis palmas. Las retiré de inmediato, temblando.

Su cabeza se acercó a mi cuello, y su nariz rozó mi garganta.

Sentí su lengua húmeda recorrer mi piel, lamiendo el hueco de mi clavícula.

—Déjame, por favor —le pedí débilmente, más por mí que por él.

Sus manos, firmes y exploradoras, subieron por mis muslos, deslizándose debajo de la falda de aquel horroroso vestido de novia. Cada roce era una tortura.

—Es de mala suerte no consumar el matrimonio —murmuró, mientras apretaba la carne de mi cadera, como si ya le perteneciera.

Me atraganté con un gemido. Como pude, aparté sus manos y lo empujé con fuerza.

Valentino me miró divertido, disfrutando cada segundo de mi lucha interna.

—Déjame sola —le pedí, con un hilo de voz.

Él volvió a acercarse. Yo le lancé un golpe, pero él atrapó mi muñeca y me bajó del lavabo sin brusquedad.

—No voy a abusar de ti —me dijo, serio por primera vez.

Me aparté de inmediato y salí del baño como alma que lleva el diablo.

Sabía que si me quedaba un minuto más en ese espacio reducido, terminaría siendo carne de cañón. Y esta guerra, todavía no estaba perdida.

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