La habitación donde me tenían era pequeña y sin ventanas. No sabía si era de día o de noche, no sabía cuánto tiempo había pasado desde que me encerraron allí. El silencio era tan espeso que a veces me costaba respirar. Lo único que rompía la monotonía era cuando traían la comida, siempre dejándola sin decir una palabra, como si yo fuera una prisionera invisible.
Valentino no había regresado desde aquel día en que le dije tantas maldiciones que, después de que salió, pensé que me iba a matar. —¡Quiero salir de aquí! —grité con todas mis fuerzas. Su ausencia comenzaba a carcomerme la mente. Tenía que hablar con él, decirle lo que llevaba clavado en el pecho: que no le quitaría el derecho a estar en la vida del niño… pero tampoco pensaba entregárselo por completo. Ese bebé también era mío. Y yo… yo era mucho más que una incubadora, ¡era su madre! Me senté en la camilla, mirando a la nada. El sonido de la cerradura me sacó del letargo. Entró un hombre de mirada dura, de edad avanzada. Este hombre se veía peligroso. —Eres pequeña y menuda —dijo, escaneándome de arriba abajo antes de soltar una risa burlona. Sentí el estómago revolverse. Las náuseas, el asco, el miedo. Todo de golpe. —Quiero irme de aquí —susurré, pero la voz me salió ahogada por las lágrimas que se acumulaban en los ojos—. Por favor… déjeme salir. El hombre entrecerró los ojos y negó con la cabeza. —Lo siento, pero eso no será posible —dijo con calma—. Al menos no hasta que nazca el niño. Ahora, prepárate. Nos marcharemos pronto. El se dió la vuelta y salió, dejándome otra vez sola. Corri a la puerta y la patee con todas mis fuerzas. Odiaba a Valentino Salvatore, lo odiaba con todas mi fuerzas. —¡Quiero salir de aquí!— grite. Le di un golpe a la puerta y me aparte. De nada servía desgarrarse la garganta gritando. ... Fui sacada horas después de aquella habitación oscura para ser llevada a un aeropuerto. Las luces del hangar me encandilaron por un segundo. Apenas me empujaron hacia el avión privado, sentí cómo el aire helado me golpeaba la cara. Mi cuerpo entero temblaba, no solo por el frío, sino por lo que intuía que venía. Subí los escalones a la fuerza, con los nervios de punta, y al entrar… ahí estaba. Valentino. Sentado como si nada, con una pierna cruzada sobre la otra y un cigarro encendido entre los dedos. Vestía elegante, impecable, como si secuestrar mujeres embarazadas fuera parte de su rutina diaria. Mi respiración se aceleró, una oleada de odio recorrió mi cuerpo. —¡Maldito seas! —grité, y corrí hacia él con los puños apretados, dispuesta a arrancarle la cara a golpes. Pero él se levantó rápidamente antes de que pudiera tocarlo y me atrapó las muñecas con fuerza. Me sostuvo con firmeza, pero sin lastimarme. —¡Suéltame, gorila asqueroso! —chillé, forcejeando con toda la furia que me quedaba. —Cálmate, Ginevra —dijo con voz baja, la mandíbula tensa. Pero sus ojos… sus ojos me atravesaban, intensos, profundos, condenadamente irresistibles. Nos quedamos así, respirando el mismo aire, con su rostro a centímetros del mío. Su agarre se aflojó, y en vez de apartarme, me atrajo hacia él, como si mi rabia no le importara. Como si me desafiara a seguir odiándolo mientras me tenía tan cerca. Sentí cómo su mano bajaba lentamente por mis brazos. Sus ojos, fijos en los míos. Su boca… tan cerca. El corazón se me aceleró sin permiso. Y entonces, justo cuando su rostro bajaba poco a poco hacia el mío, una oleada violenta de náuseas me golpeó. —Joder… —murmuré, alejándome de golpe. Pero ya era tarde. Me incliné hacia él y vomité… directo en sus zapatos perfectamente lustrados. El silencio fue brutal. Yo, jadeando, con el cuerpo temblando de asco y humillación, lo miré. Él me devolvió la mirada con los ojos entrecerrados, como si intentara decidir si estrangularme o reírse. Me limpié la boca con el dorso de la mano y espeté: —Eso te pasa por secuestrarme, idiota. Valentino soltó un suspiro largo, apagó el cigarro contra el brazo del sillón y murmuró: —Esto te saldrá caro, Ginevra. ... Horas después, el avión aterrizó en Nápoles. No supe en qué momento me había quedado dormida, pero desperté justo cuando las ruedas tocaron tierra. Había vomitado, gritado, insultado, y aún así, él no había dicho ni una palabra más. Me ignoró durante todo el vuelo como si yo no existiera, como si mis gritos fueran parte del ruido de fondo. Lo odié más con cada minuto que pasaba. —¡Eres un cobarde! —le grité cuando bajábamos del avión. Él ni siquiera volteó a verme. Caminó delante de mí como si yo fuera una carga molesta. —¡¿Tienes idea de lo que estás haciendo?! ¡Secuestrarme! ¡Y encima callado como un maldito psicópata! Nada. Silencio. Maldito silencio. Me arrastraron al coche que nos esperaba. Subí de mala gana y volví a insultar a Valentino, pero él no decía nada, ni siquiera me miraba. El trayecto fue largo, pero cuando el coche se detuvo, no pude evitar soltar un suspiro de sorpresa. La casa era impresionante. Imponente. Parecía sacada de un sueño. Sin que nadie me lo pidiera, me bajé del vehículo. Tenía que verlo todo. Cada detalle, cada rincón. —Enciérrenla. Que no salga hasta que yo lo diga —ordenó Valentino, su voz baja, fría. Iba a gritar, a protestar, a luchar. Pero antes de que pudiera hacer algo, sus hombres me rodearon, implacables. Me arrastraron sin compasión. —¡No puedes hacerme esto! ¡No soy tu maldita prisionera! Pero sí lo era. La realidad me alcanzó al instante. En cuestión de segundos, me vi encerrada en una habitación enorme, con un balcón que daba a un jardín. Caminé de un lado a otro como una fiera enjaulada, mis pasos resonando en el suelo frío. Buscaba una salida. Pero no había nada. Solo el balcón. Me acerqué, mi corazón latía tan fuerte que parecía querer salir de mi pecho. Me asomé al borde. Estaba alto. Demasiado. Y por un segundo, la tentación fue más fuerte que yo. Quería caer, dejar que todo acabara, que el dolor se esfumara. Me subí al barandal del balcón y me quedé allí, decidiendo qué hacer. El sonido de la puerta abriéndose me asustó. Un hombre de más o menos mi edad, con el rostro marcado por una cicatriz en forma de X y los ojos de piedra, apareció en el umbral. Me miró fijamente. —Bájate de ahí, niña —dijo, su voz grave, casi despectiva—. Puede que tengas suerte y no sobrevivas a la caída. Pero si no mueres... Valentino te torturará hasta que supliques por tu muerte. Lo miré con rabia, mis ojos llenos de lágrimas que no podía contener. Mi pecho se sacudía con cada latido, tan fuerte que sentía como si fuera a estallar. —Tal vez sería mejor que me lanzara ahora mismo y terminara con todo esto —respondí, mi voz quebrada, pero desafiante. No me moví. Él dio un paso adelante, sus ojos fijos en mí. —No te hagas la valiente —susurró, acercándose más—. Bájate antes de que tenga que hacerlo yo. El aire caliente me golpeaba el rostro, mi cuerpo temblaba de rabia y miedo. Pasaron unos segundos que parecieron eternos. Respiré profundo, lo suficiente como para sentir que mi alma se quebraba, y finalmente bajé. Pero mi frustración no se desvaneció. Cada músculo de mi cuerpo ardía con la necesidad de luchar. —¡Esto no es justo! —grité—. ¡Si no me van a dejar libre, entonces me lanzo de verdad! El hombre me miró sin pestañear, sus ojos vacíos como el abismo. —Intenta sobrevivir hasta que nazca ese niño. Después… ya veremos. Y se fue, dejándome sola otra vez. Con las lágrimas quemándome la piel, con el cuerpo tembloroso y el corazón al borde de romperse. El futuro se desvanecía mientras me hundía más y más en esta pesadilla.