9: Huida desesperada.

[Ginevra]

La mañana llegó más rápido de lo que deseaba. A mi lado, en la enorme cama, estaba él, durmiendo plácidamente, los labios ligeramente entreabiertos.

—Deja de mirarme —dijo de repente, y me sobresaltó.

Retrocedí en la cama, a punto de caerme, pero Valentino se movió con rapidez y me atrapó antes de que lo hiciera.

—¿Puedes ser más cuidadosa? Llevas a mi hijo dentro —me regañó, con la voz áspera por el sueño.

Me acomodé con brusquedad y aparté sus manos de mí.

—Deberías irte ya. Me molesta verte —le espeté.

Valentino agarró mi mandíbula con fuerza y me besó. Me quedé paralizada, sintiendo cómo sus labios devoraban los míos con hambre. Lo aparté de un empujón y me bajé de la cama.

—¡Te dije que no volvieras a tocarme nunca más!

Él se levantó y se acercó a mí. Intenté huir, pero me agarró de la cintura y me pegó contra su pecho desnudo.

—Tu cuerpo, alma y pensamientos me pertenecen. Así que no vuelvas a decir que no te toque, porque hago lo que se me da la gana con lo que es mío.

—¡No soy una cosa, Valentino! —grité, sintiendo el pánico brotar en mi garganta.

—Créeme, en estos momentos lo eres. Pero no eres cualquier cosa… eras mía, y eso te hace valiosa. Así que deja de molestar y ve a darte un baño. Iremos al ginecólogo; quiero saber cómo está el bebé.

Se apartó sin darme opción a replicar. Corrí al baño y cerré la puerta de golpe. Me quité la ropa y entré en la ducha, cerrando los ojos mientras el agua caliente caía sobre mi piel.

—Eres hermosa.

Abrí los ojos de golpe y me cubrí con los brazos. Valentino estaba allí, desnudo, mirándome con esos ojos que ahora se veían oscuros… y su "gran amigo" estaba muy, muy despierto.

—¡Maldito bastardo! —tartamudeé, lanzándole una maldición.

Él solo se rio, indiferente.

—Lávame la espalda —ordenó, acercándose.

Me dio la espalda y me pasó una esponja. Me quedé con la boca abierta.

—Hazlo rápido. Tenemos que salir pronto.

Puse los ojos en blanco y, de mala gana, pasé la esponja por su espalda musculosa. Mis dedos se detuvieron al toparme con una cicatriz larga y perfecta que le cruzaba parte de su espalda.

—¿Qué carajo te pasó? —pregunté. Aquello no parecía un accidente. Alguien se lo había hecho a propósito.

—Castigo —respondió, sin volverse—. Pero no te escandalices. Fue parte del aprendizaje.

Tragué saliva y, sin pensarlo, llevé una mano a mi vientre.

—¿Tu padre te lo hizo?

Se giró lentamente, clavándome sus ojos fríos.

—No. Fue mi abuelo. Trabajaba para él y cometí un error. Así que fui castigado. Pero no volvió a suceder. Desde entonces, fui meticuloso en todo. Nada se me escapó de las manos… hasta que apareciste tú.

Golpeé su pecho con la esponja y retrocedí.

—¿Le harán lo mismo a mi hijo?

Su silencio fue respuesta suficiente. Me partió el corazón. No podía dejar que mi hijo naciera para sufrir.

—Bañémonos rápido —insistió, evadiendo el tema.

Lo odié por no tener el valor de admitirlo. Le entregué la esponja y salí de la ducha, dejándolo allí.

Fui al closet y busque algo de ropa me vestí con algo fresco el calor era sofocante y salí.

Valentino ya estaba allí, con una toalla blanca enrollada en su estrecha cadera, el hablaba por teléfono, su expresión seria, como siempre.

Me hizo una señal con la cabeza, indicándome que saliera. Obedecí, pero no me alejé. Me quedé junto a la puerta, pegando el oído, quería saber que era eso, que lo había hecho cabrear.

—Tráemelo. Yo mismo lo mataré —escuché decirle a alguien al otro lado de la línea.

Mi corazón latió con fuerza. ¿Cómo podía hablar con tanta facilidad de quitar una vida? Si no hacía nada, mis hijos se convertirían en monstruos como él.

Tenía que escapar. Hoy.

...

El médico me pidió subir a la camilla, asi, que eso fue lo que hice. Me levanté el suéter, exponiendo mi vientre plano, mientras él esparcía gel frío. Espere un poco mientras el movía el transductor.

El sonido de los latidos del bebé resonó en la habitación. Miré la pantalla… y el mundo se detuvo.

Había dos sacos.

—Veo dos sacos. Felicidades —anunció el médico, sonriente.

Miré a Valentino. Tenía una sonrisa tonta, casi infantil. Pero a mí se me encogió el alma. Dos niños. Dos víctimas.

—Sus corazones suenan bien, pero deberán venir más seguido —continuó el médico.

Asentí, mecánicamente.

Al terminar, le dije a Valentino que iría al baño. Él asintió, distraído.

Salí del consultorio y corrí al baño de mujeres. Al entrar mire en todas direcciones, tenia miedo de que me estuviesen vigilando, pero para mí buena suerte el baño estaba solo. Abrí cada cubículo buscando una forma de esvape. Y en uno de ellos, había una ventana.

Me subí al retrete y forcejé con la ventana, que cedió con un chirrido. El problema era llegar hasta ella. Mire hacia abajo y observe con alegría el bote de la basura. Tiré el contenido del bote al suelo, lo coloqué boca abajo sobre el retrete y, rezando por no caerme, me encaramé.

Logré asomarme, pero al ver la altura, dudé.

Cerré los ojos y conté Haste tres y sin pensarlo si un pequeño brinco hasta quedar suspendida en la ventana. Con fuerza saque medio cuerpo por ella, pero al notar que no podría bajar sola empecé a gritar por ayuda.

—¡Ayuda! —grité, desesperada.

Un hombre se acercó. Le supliqué:

—¡Estoy secuestrada! ¡Por favor, ayúdeme!

El tipo me miró con confucion, pero al verme tan desesperada me ayudó sin caerme preguntas. Él me bajó con cuidado, y cuando ya estuve en el pavimento sana y salva le agradecí.

—Gracias —murmuré, y salí corriendo. Yo no iba a esperar a que Valentino llegara por mi.

________

[Valentino]

Esperé varios minutos, pero Ginevra no regresó. Me levanté y salí del consultorio, sintiendo cómo la ira hervía en mis venas. Entré al baño de mujeres y revisé cubículo por cubículo.

Allí estaba: la ventana abierta, el bote de basura usado como escalón.

Se había escapado.

Respiré hondo… y luego sonreí.

—Ginevra, Ginevra… Te estás convirtiendo en un animalito muy travieso. Y aunque no quería hacerlo, ahora tendré que adiestrarte.

Salí del baño y me dirigí al coche, donde Santos esperaba, apoyado contra la puerta.

—Se ha escapado —le dije.

Arrugó el ceño.

—No creo que esté lejos. Ordénales que la traigan de vuelta.

Asintió y se alejó. Al subir al coche, no pude evitar sonreír. Hacía años que no me sentía tan vivo.

Ginevra era un reto constante. Un regalo sorpresa. Y esta vez, la cacería sería aún más divertida.

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