Bajo el mismo cielo

Bajo el mismo cieloES

Urbano
Última actualización: 2025-08-18
Selene Gremory  Recién actualizado
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Resumen
Índice

Ella volvió buscando paz. Él nunca dejó de esperarla, aunque jurara lo contrario. Lo que no imaginaron fue que la tierra que los vio crecer también sería el campo de batalla de sus corazones. Cuando Selene Miller descubre la infidelidad de su esposo tras quince años de matrimonio, solo le queda una valija, un corazón roto y una herencia olvidada: la granja rural de sus abuelos, donde alguna vez fue feliz. Huyendo de la ciudad, del dolor y de sí misma, regresa al campo con la esperanza de empezar de nuevo. Lo que no espera es reencontrarse con Simón, su primer amor, ahora convertido en un hombre endurecido por la vida, el trabajo y una herida que Selene no logra comprender. Entre el resentimiento, las miradas punzantes y los silencios cargados de tensión, renace una chispa que ni el tiempo ni la rabia han podido apagar.

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Capítulo 1

Capítulo 1

El sol brillaba con fuerza sobre la ciudad, pero para Selene Miller era el día más oscuro de su vida. No porque el cielo estuviera nublado, sino porque llevaba una tormenta adentro que amenazaba con desbordarse a cada paso.

Arrastraba una pequeña valija, vieja y ajada, en la que apenas había podido meter algo de ropa y, sin quererlo, quince años de matrimonio colapsados en silencio. El amor de su vida —o lo que había creído que era— se había convertido en una sombra distante. Una que ni siquiera se dignó a detenerla cuando anunció que se iba.

Caminaba con pasos torpes, empujada por la inercia más que por voluntad propia. Tropezaba con extraños sin notar sus rostros, sin oír las disculpas ni las quejas. Cada célula de su cuerpo luchaba por contener la avalancha de emociones que le quemaban la garganta y el pecho. Sabía que si dejaba escapar una sola palabra, no sería solo un llanto: serían gritos. Gritos feroces, animales, que harían temblar hasta los muros de la terminal.

Al llegar, se quedó unos minutos frente a las puertas de cristal. Los autobuses entraban y salían, las familias se despedían, los motores rugían... pero Selene solo miraba hacia atrás. A lo lejos, más allá del tumulto, esperaba —con un nudo irracional en la garganta— que él apareciera. Que cruzara corriendo el andén, agitado, desesperado por detenerla.

Nada.

Ni una señal.

Ni una voz llamándola por su nombre.

Solo el murmullo lejano de los altavoces y el rugido indiferente del tráfico.

—Soy una tonta… —susurró, apenas audible, como si le hablara al suelo—. No sé qué esperaba. Él no va a venir. Ya no le importo.

Una lágrima solitaria se deslizó por el rabillo de su ojo izquierdo. Selene la limpió de inmediato, con rabia. No iba a darle más lágrimas a ese hombre. No después de lo que había hecho.

Con el rostro endurecido, alzó el mentón y entró a la terminal. El autobús que la llevaría al pueblo estaba por salir. El pueblo de sus abuelos. La granja donde solía pasar los veranos cuando aún creía que los adultos sabían lo que hacían. Ahora, esa misma granja sería su refugio, su único norte. Un lugar donde empezar otra vez.

Subió los escalones del autobús como quien pisa el filo de una nueva vida. Cuando encontró su asiento junto a la ventana, soltó un suspiro contenido. Afuera, el mundo seguía igual de ruidoso, de indiferente. Pero en su interior, algo comenzaba a moverse. No era esperanza todavía. Era furia. Orgullo. Sobrevivencia.

El motor rugió y el autobús comenzó a avanzar. Selene no miró atrás esta vez. Aferró su bolso con fuerza y cerró los ojos.

El pasado la había destruido.

Pero el camino, el que se abría frente a ella en cada kilómetro, iba a reconstruirla.

Y no pensaba detenerse.

El viaje fue largo, pero ella no lo sintió. Durante las seis horas que el autobús tardó en dejar la ciudad atrás y adentrarse en caminos cada vez más estrechos y polvorientos, su mente viajó más lejos que el vehículo. Viajó a escenas que trataba de olvidar, a promesas rotas, a noches de insomnio compartido con un hombre que había dejado de amarla mucho antes de que ella se diera cuenta.

La terminal del pueblo era poco más que una caseta con bancos oxidados y un mural descolorido de cuando celebraron el centenario de su fundación. Aun así, había algo reconfortante en la quietud del lugar. El aire olía a tierra, a leña y a café, y cuando Selene bajó del autobús, por primera vez en mucho tiempo sintió que podía respirar.

La granja de sus abuelos estaba a unos veinte minutos en auto desde el centro del pueblo. Había llamado con anticipación al encargado de la granja para que enviara a alguien a recogerla, pero no esperaba que quien estuviera allí fuera él.

Apoyado contra una vieja camioneta Ford de color verde olivo, un hombre alto, de brazos cruzados, la miraba con el ceño fruncido. Llevaba una camisa de mezclilla arremangada hasta los codos, los pantalones manchados de tierra y unas botas que parecían haber recorrido cada centímetro de ese campo. Su cabello oscuro estaba recogido en una coleta baja, y la barba de varios días le daba un aire indomable. No sonrió al verla. De hecho, frunció más el entrecejo.

—¿Selene Miller? —preguntó, más como una afirmación que como una duda.

Ella asintió, sintiendo el peso de su valija en la mano y el juicio en los ojos del desconocido.

—Soy yo.

—Pensé que serías más... no sé… diferente—dijo sin tapujos, y se giró hacia la camioneta.

Selene lo siguió con una ceja alzada. —Y yo pensé que tendrías modales.

El hombre soltó una especie de bufido. —Solo soy el capataz. Agradece que vine yo mismo a recogerte. Sube.

Ella lo hizo, no sin antes lanzar una última mirada al pueblo. Al subir a la camioneta, el crujido de la suspensión fue seguido por el gruñido del motor al encender. El camino hacia la granja era sinuoso, flanqueado por árboles y cercas rotas. Pasaron por campos de trigo, un par de vacas pastando con calma y un espantapájaros con el sombrero ladeado.

—Eres el pequeño Simón, ¿verdad? —dijo ella, más por llenar el silencio que por verdadera curiosidad.

—Sí, soy el mismo Simón, más ya nadie se atreve a llamarme así.

—Simón... ¿Cuánto tiempo llevas trabajando en la granja?

—Desde que volví del ejército trabajé para tus abuelos, que descansan en paz. Pero ahora parece que trabajaré para ti.

La acidez en su tono no pasó desapercibida. Selene apretó la mandíbula. ¡Como si no tuviera suficientes problemas! No pensaba dejarse intimidar por un tipo que parecía hablar con el ceño.

La camioneta se detuvo frente a una verja de madera medio desvencijada. Detrás de ella, los campos se extendían como un manto de verdes irregulares. A lo lejos, la casa principal: una estructura de dos pisos con el techo a dos aguas y pintura desconchada, pero con una dignidad que el tiempo no había logrado arrancarle del todo.

Cuando Selene bajó del vehículo, el aroma a heno y lavanda silvestre le golpeó los sentidos. Casi había olvidado esa mezcla. Durante un instante, una versión de ella niña, corriendo por el porche, riendo con los brazos abiertos, emergió desde lo más recóndito de sus pensamientos. Pero ese recuerdo fue barrido por la voz seca de Simón.

—No esperes que el lugar esté como lo dejaste. Tus abuelos murieron hace varios años, yo ocupo una habitación en la parte de arriba. En estos momentos hago lo que puedo, pero no soy milagroso.

—Tampoco lo esperaba —replicó ella, mientras recorría con la mirada los alrededores.

Los invernaderos estaban cubiertos con lonas sueltas. El establo necesitaba pintura. Algunas herramientas se asomaban por la tierra como huesos viejos. Pero en medio de todo, había vida. Un perro mestizo la recibió moviendo la cola, flores silvestres crecían en las grietas del camino y un grupo de gallinas picoteaba sin prisa.

Selene sonrió por primera vez en días.

—Aún queda algo aquí. Puedo trabajar con esto.

Simón la miró de reojo.

—Veremos si dices lo mismo cuando se te rompan las manos.

Ella lo enfrentó. —No necesito que me cuides ni que me subestimes.

—Perfecto. Porque no pienso hacer ninguna de las dos cosas.

Y se marchó hacia el establo, dejándola sola frente a la casa.

Selene inspiró hondo. El aire era denso, lleno de polvo y posibilidades. Subió los escalones del porche y empujó la puerta. La madera cedió con un crujido familiar. Adentro, la casa olía a recuerdos. A cartas viejas, a madera y humedad. La sala estaba cubierta por sábanas blancas como fantasmas esperando ser despertados. Todo era un eco de lo que había sido. Pero también, de lo que podía volver a ser.

Dejó su valija junto a la escalera. No había llorado. No había temblado. No esta vez.

Desde el granero, Simón observaba la vieja casa en silencio. Algo en Selene la nieta de los Miller le resultaba molesto.

Y eso lo inquietaba más de lo que estaba dispuesto a admitir.

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