La tierra crujía bajo sus botas mientras Selene avanzaba por el sendero de grava que conducía al viejo cementerio del pueblo. No había dicho a nadie que iría, ni siquiera a Simón, aunque él siempre parecía adivinar sus pasos antes que ella misma.
Llevaba un ramillete de jazmines blancos, las flores favoritas de su madre. Estaban frescas, con gotas de rocío aún colgando de sus pétalos como pequeñas lágrimas que no se habían atrevido a caer.
El camposanto no era más que un terreno cercado por un viejo portón de herrería oxidada. Las cruces de madera y las lápidas agrietadas contaban historias detenidas por el tiempo. Selene pasó la reja con la misma reverencia con la que un creyente entra a una iglesia, y se dirigió en silencio a la tumba de su madre.
Se arrodilló, acomodó las flores y deslizó los dedos sobre el nombre tallado en piedra: Catalina Miller.
—Perdóname —susurró, su voz casi tragada por el viento—. Huir no fue lo correcto… pero era lo único que sabía hacer entonces.
Se quedó