Los primeros rayos del sol se filtraron entre las rendijas de las contraventanas, trazando líneas doradas que danzaban sobre el suelo de madera envejecida. Selene abrió los ojos al canto persistente de los gallos y al susurro de la casa despertando, crujiente, como si también estuviera desperezándose después de años de silencio.Tardó un instante en ubicarse. La ciudad, con sus sirenas y su tráfico, parecía parte de una vida prestada, lejana. Aquí, rodeada de aire puro y del murmullo constante del campo, el tiempo tenía otro ritmo. Se incorporó lentamente. Aún llevaba la ropa del día anterior: jeans arrugados, una blusa vieja. Había dormido poco, pero mejor que en semanas. El campo tenía algo de hipnótico, de regresivo.Se estiró con un leve quejido, se recogió el cabello con una liga encontrada en la muñeca y bajó descalza por las escaleras. Estas crujieron bajo su peso, protestando con cada peldaño, como si quisieran recordarle que todo allí tenía memoria.En la cocina, una cafetera
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