Capítulo 2

Los primeros rayos del sol se filtraron entre las rendijas de las contraventanas, trazando líneas doradas que danzaban sobre el suelo de madera envejecida. Selene abrió los ojos al canto persistente de los gallos y al susurro de la casa despertando, crujiente, como si también estuviera desperezándose después de años de silencio.

Tardó un instante en ubicarse. La ciudad, con sus sirenas y su tráfico, parecía parte de una vida prestada, lejana. Aquí, rodeada de aire puro y del murmullo constante del campo, el tiempo tenía otro ritmo. Se incorporó lentamente. Aún llevaba la ropa del día anterior: jeans arrugados, una blusa vieja. Había dormido poco, pero mejor que en semanas. El campo tenía algo de hipnótico, de regresivo.

Se estiró con un leve quejido, se recogió el cabello con una liga encontrada en la muñeca y bajó descalza por las escaleras. Estas crujieron bajo su peso, protestando con cada peldaño, como si quisieran recordarle que todo allí tenía memoria.

En la cocina, una cafetera antigua esperaba sobre la estufa a leña. Una imagen clara emergió de su memoria: su abuela, con las manos firmes y el delantal floreado, llenándola antes del amanecer. Con movimientos inseguros, Selene encendió la leña. En minutos, el aroma del café mezclado con el aire fresco del campo impregnó la habitación, envolviéndola como una caricia inesperada.

Un golpeteo seco, rítmico, captó su atención. Se asomó por la ventana. Simón ya estaba afuera, clavando tablas en el cobertizo lateral. Llevaba una camiseta sin mangas pegada al torso por el sudor matutino y los brazos descubiertos mostraban la fuerza de quien había trabajado toda su vida con el cuerpo. Cada golpe de martillo parecía marcar el inicio de un día que ya avanzaba sin esperarla.

Se puso unos zapatos cómodos, tomó su taza de café y salió. El aire fresco le llenó los pulmones de inmediato. El perro mestizo corrió hacia ella, meneando la cola con entusiasmo.

—Al menos tú estás feliz de verme —murmuró, acariciándole las orejas.

Simón no se giró. Su voz, seca como el polvo del camino, le llegó sin rodeos.

—Despiertas tarde para alguien que dice querer reconstruir una granja.

Selene dio otro sorbo a su café antes de responder.

—Buenos días para ti también, Simón.

Él soltó una risa corta, sin rastro de calidez. —Aquí los buenos días no se dicen. Se demuestran. Trabajando.

—Entonces dame una tarea —contestó sin vacilar—. No vine aquí a tomar el sol.

Finalmente, Simón la miró. Sus ojos oscuros la recorrieron con lentitud, como si evaluara si se rompería con la primera brisa. La detención en sus manos limpias no fue sutil.

—El gallinero necesita refuerzo. La malla está floja. Anoche oí zorros cerca. Mira a ver si puedes hacer algo útil.

—Hecho —respondió ella, girando sobre sus talones antes de que él pudiera añadir otro comentario sarcástico.

Simón la siguió con la mirada, molesto por esa seguridad. Demasiadas veces había visto llegar gente de ciudad con aires de grandeza tratando de probarse en el campo, solo para salir huyendo al primer rasguño. Estaba convencido de que Selene no sería diferente. O quería estarlo.

Selene encontró el cobertizo con más intuición que certeza. El polvo se alzaba con cada paso, y unos ratones escaparon a toda velocidad entre los sacos viejos. Escogió un martillo oxidado, una caja con clavos torcidos, y una bobina de alambre olvidada en una esquina. Cargó todo hasta el gallinero, donde las gallinas la observaban como jueces en un tribunal improvisado.

Se arrodilló y comenzó a tensar el alambre con movimientos torpes. Se pinchó un dedo, soltó una maldición y siguió mordiendo el labio. A lo lejos, Simón seguía martillando, aunque cada tanto sus ojos se deslizaban hacia ella, calculadores.

Después de una hora, con los dedos rojizos y el sudor pegándole el cabello a la frente, Selene se puso de pie para estirar la espalda. Fue entonces que Simón se acercó, limpiándose las manos con un trapo lleno de manchas.

—Creí que te irías al primer rasguño —dijo, sin rodeos.

—No soy de porcelana, por si te lo preguntabas.

—Solo lo parecías ayer.

Ella lo miró con una mezcla de fastidio y curiosidad.

—¿Y tú? ¿Siempre tan encantador, o me estás guardando lo mejor?

Simón sostuvo su mirada. Algo se movió en su rostro, casi imperceptible.

—Yo solo hago mi trabajo —replicó, y se alejó como había llegado: sin dar oportunidad para seguir el juego.

Selene lo observó mientras se alejaba. Había algo en él que la irritaba, pero también la desafiaba. Esa mezcla entre orgullo y desconfianza, como si temiera que ella pudiera ver algo que él no quería mostrar.

El resto de la mañana fue una coreografía de encuentros breves. Selene barrió hojas del camino, lavó platos antiguos, limpió el porche. Simón aparecía y desaparecía, cruzándose con ella en el aljibe, en el granero, en el pequeño depósito de herramientas. Cada palabra entre ellos era un cruce de espadas: punzante, cortés a medias, lleno de tensión.

A mediodía, cuando el sol caía sobre los campos y la tierra comenzaba a oler a calor, Selene se sentó bajo el roble junto a la casa. Bebía agua cuando Simón llegó, dejó una bolsa de pan y un frasco de frijoles sobre la mesa sin una palabra.

—¿Esto es para mí? —preguntó, levantando una ceja.

—No pienso dejar que te desmayes el primer día —gruñó él, sentándose en el banco, en el extremo opuesto.

Comieron en silencio. El pan era duro pero sabroso, y los frijoles tenían ese sabor casero que solo se obtiene cocinando sin prisas. La sombra del árbol los protegía del sol, y el canto de los grillos comenzaba a llenar el aire.

—¿Por qué sigues aquí? —preguntó Selene, rompiendo el silencio.

Simón tardó en contestar. Masticó lentamente, como si saboreara no solo el pan, sino también sus palabras.

—Porque esta tierra también es mía. No por papel, pero sí por sudor. —La miró de reojo—. ¿Y tú? ¿Por qué volviste?

Ella apartó la vista. —Porque me quedé sin casa. Sin rumbo. Solo me quedó esto. —Hizo una pausa—. Aunque no sé si todavía me pertenece.

—El campo no es amable —dijo él—. Pero te enseña. A golpes, sí. Pero enseña.

Selene asintió. —Entonces tendremos que aprender a compartirlo.

Simón no respondió de inmediato. El viento jugó con una hoja seca, haciéndola girar entre ellos. Finalmente, murmuró:

—Pero no me pidas que te lo haga fácil.

—No esperaba menos —respondió ella con una sonrisa ladeada.

Por un momento, el tiempo pareció detenerse. No hubo tregua en sus miradas, pero sí una aceptación tácita. Como si ambos entendieran que estaban atados a esa tierra, a ese polvo, a esa historia en construcción.

Y mientras la brisa del mediodía arrastraba el aroma a alfalfa, a sudor y madera vieja, los dos supieron, sin decirlo, que aquello apenas comenzaba.

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