El día amaneció espeso y húmedo, como si el cielo supiera que algo importante estaba por suceder. Selene apenas había pegado el ojo la noche anterior. Desde la discusión con Simón, todo en su interior era un torbellino: frustración, enojo, pero también algo mucho más inquietante... deseo.
Se dijo que saldría al establo solo para asegurarse de que todo estuviera en orden. Que no lo estaba buscando. Que lo hacía por responsabilidad, no por él. Sin embargo, cuando llegó y lo vio inclinado sobre la cerca, su camisa arremangada y el cabello desordenado por el viento, no pudo evitar que su corazón diera ese salto tonto en el pecho.
—Buenos días —saludó ella, intentando sonar indiferente.
Simón apenas levantó la vista, sus ojos color ambar destellaron de manera peligrosa por un momento bajo la sombra de su sombrero.
—Buenos.
Una tensión densa se instaló entre ellos, como la electricidad previa a una tormenta. Selene se cruzó de brazos, incómoda. Iba a decir algo, quizá una broma amarga, cuando un mugido desgarrador los interrumpió.
Ambos giraron hacia el corral de las vacas preñadas. Simón palideció un segundo.
—¡Maldita sea! Es la Bertha. Está a punto de parir —exclamó, echando a correr.
Selene no lo pensó. Le siguió el paso sin preguntar, y cuando llegaron hasta el corral, el panorama era claro: la vaca más grande del rancho estaba tendida en el suelo, su panza temblando con cada contracción.
—¿Dónde está el veterinario? —preguntó ella, agachándose junto a Simón.
—En la granja de los Ortega. A una hora de aquí, mínimo. No llega a tiempo —gruñó, y al mirar la vaca, su expresión se endureció—. El becerro viene mal. Si no lo sacamos, muere... y ella también.
Selene tragó saliva. Nunca había ayudado en un parto animal. Dios, apenas sabía tocar una vaca sin ponerse nerviosa. Pero una fuerza instintiva se encendió en ella. No podía dejarlo solo. No iba a permitir que una vida se perdiera por miedo.
—Dime qué hacer —dijo con firmeza.
Simón la miró por un segundo, sorprendido, luego asintió. Con movimientos rápidos fue a buscar guantes, cuerda, y un balde de agua tibia. Cuando regresó, le explicó cada paso con voz grave y segura.
—Necesito que mantengas su cabeza quieta, háblale, acaríciala si es necesario. Voy a intentar girar al becerro. Pero si grito... presiona aquí —le indicó, señalando un punto detrás de la cadera de la vaca.
Selene asintió, y se arrodilló junto al animal. El calor era insoportable, el olor intenso, y aún así su foco estaba solo en Simón, que se arremangaba hasta el codo y se preparaba para la tarea más crítica.
—Vamos, chica —murmuró ella, acariciando el hocico tembloroso de la vaca—. No te rindas ahora.
Simón trabajó con destreza, pero su respiración se aceleraba con cada minuto. El becerro estaba atorado, y el sudor le corría por la frente. El silencio entre ellos estaba lleno de tensión, de concentración... y algo más.
—¿Lo tienes? —preguntó ella, sin dejar de acariciar a la vaca.
—Casi... un poco más... —gruñó él con los músculos de su espalda marcándose bajo la tela húmeda—. ¡Ahora! ¡Presiona!
Selene empujó con fuerza el punto que él le indicó. Un alarido animal llenó el aire, y con un esfuerzo final, el becerro salió con un sonido húmedo, cayendo en la paja con un quejido débil pero vital.
Ambos quedaron quietos, jadeando. Simón envolvió al becerro con una manta limpia y lo acercó al vientre de su madre. El animal respiraba. Estaba vivo.
—Lo hicimos... —susurró ella, aún arrodillada, con la adrenalina sacudiéndole el cuerpo.
Simón la miró. Por primera vez desde que se habían vuelto a encontrar en la terminal de autobuses, sus ojos no tenían esa barrera de dureza. Había algo más: respeto... y deseo crudo.
—Eres más fuerte de lo que aparentas, citadina.
—Y tú no eres tan imbécil como pareces —dijo ella, medio en broma.
Se rieron. Y fue la primera risa sincera entre ellos. Algo se quebró en esa cercanía, algo invisible pero poderoso.
Pero Simón retrocedió. Se levantó de golpe, recogiendo sus cosas con movimientos bruscos.
—Necesito aire —murmuró, y sin decir más, salió del establo con paso largo.
Selene lo vio alejarse, confundida y herida. ¿Qué demonios acababa de pasar? ¿Por qué huía de ella como si fuera veneno?
Los pasos de simón al alejarse de ella eran rápido y fuertes, al igual que el sonido de su corazón en su pecho. Tenía que salir de ahí y rápido por lo que no dudo en ir a una de las caballeriza y tomar a Thunder su caballo azabache.
La tarde cayó sin noticias de Simón. Selene pasó horas buscando una distracción, pero nada funcionaba. El rancho estaba en silencio. Ni siquiera el vaivén de las ramas o el canto de los grillos podía calmar la inquietud en su pecho.
Fue hasta casi la medianoche que escuchó el sonido de cascos en la entrada. Salió en bata, descalza, con el corazón en la garganta.
Simón bajó del caballo cubierto de polvo, el sombrero torcido y un corte reciente en la ceja.
—¿Qué pasó? ¿Dónde estabas?
—En el pueblo. En el rodeo.
—¿Montaste?
—Necesitaba... algo que me distrajera, que me mantuviera lejos...—dijo, sin mirarla directamente.
Selene sintió que la furia la invadía. Caminó hasta él y le dio un empujón en el pecho.
—¡Eres un imbécil! ¿Sabes cuánto te esperé? ¿Sabes lo que pensé? Que algo te había pasado. Que te habías ido. Otra vez.
Simón se quedó quieto. Su mandíbula apretada, los ojos encendidos.
—¡No entiendes nada, Selene! No puedo estar cerca de ti sin... sin querer perder el control.
—¡Pues piérdelo de una vez! —gritó ella, sin pensar, con la voz rota.
Y entonces, en ese instante, el aire entre ellos se volvió fuego. Simón la sujetó del rostro, con manos firmes y temblorosas, y la besó como si estuviera peleando con ella y al mismo tiempo rogándole que no se fuera.
Fue un beso desesperado, brutal, y dulce en la medida exacta. Las lágrimas de frustración y deseo se confundieron en sus mejillas.
Cuando se separaron, ambos respiraban como si hubieran corrido kilómetros.
—No vuelvas a huir de mí, Simón —susurró ella.
—Entonces tu tampoco vuelvas a irte lejos o en busca de otro hombre—respondió él, con la frente apoyada en la suya.
Y esa noche, el rancho entero pareció detenerse o eso es lo que ella sintió ahí entre los brazos de ese hombre, que la ponía nerviosa, hasta el punto de desestabilizarla, sin contar que era también su primer amor.
Entre sus brazos se le olvidaba la razón por la que había huido de la ciudad a esa granja, lo único que deseaba era seguir ahí siendo abrazada por él.