Capítulo 3

Simón no quería admitirlo, pero desde la llegada de Selene sus días habían empezado a dejar de ser monótonos. Sobre todo esa mañana en especial, cuando se dispuso a reparar la valla de la terraza y se lastimó la mano con la punta de un clavo oxidado.

—¡Maldita sea! —exclamó Selene, quitándose los viejos guantes que había encontrado en la caseta de herramientas. Rápida, llevó su mano a la boca, tratando de contener la sangre que brotaba con fuerza de la herida.

—¿Estás loca? —gruñó Simón, apareciendo justo en ese momento y tomándola del brazo con firmeza—. ¿Quieres morir?

—¿Morir? —preguntó Selene, parpadeando sin entender su reacción.

—Eso estaba oxidado. ¿Y tú vas y te llevas la mano a la boca? ¿Quieres una infección? ¿El tétanos? —su voz era dura, pero sus dedos eran sorprendentemente cuidadosos al examinar su herida—. Ven. Te llevo a la clínica del pueblo.

Selene quiso protestar, pero algo en su mirada le impidió decir que no. Tal vez fuera el modo en que sus cejas se fruncían con preocupación, o cómo la ayudó a subir al viejo camión sin soltar su mano en ningún momento.

La clínica era pequeña pero limpia. La doctora los atendió con rapidez, aplicando un antiséptico que ardió como fuego, y luego cubrió la herida con una gasa blanca.

—Gracias —murmuró Selene, mientras salían al porche de la clínica.

Simón se limitó a asentir.

—¿Ahora me dirás por qué me tratas como si te debiera la vida o te la hubiera arruinado? —preguntó de pronto, deteniéndose frente a él. El sol del mediodía caía fuerte sobre el empedrado, y su sombra se alargaba junto a la de Simón.

—No es el lugar para esa conversación —dijo él, esquivando su mirada, llevando sus manos a los bolsillos de su viejo Levis, tratando de no perder la calma y responder a sus acusaciones.

—Claro que no lo es —resopló ella con sarcasmo—. ¿Y dónde sería? ¿También me vas a decir que deje de ser curiosa como si fuera una niña?

Simón bufó y caminó hacia el camión sin responder. Ya que efectivamente eso era lo que deseaba decirle. No obstante optó por tratar de cambiar de tema.

—Ya que estamos aquí —añadió con tono brusco— deberías aprovechar para hacer la despensa de la semana. Hay un buen mercado al final de la calle.

Selene se cruzó de brazos, molesta.

—¿Qué? ¿Ahora me dirás qué soy una molestia y una mujer que no es nada previsora? ¿O me vas a acusar de ser una mujer citadina que no sabe cocinar?

Simón no respondió. Subió al vehículo sin esperarla. Selene lo siguió con un suspiro hastiado. Una vez arriba el viejo motor no tardó en encender llenando el silencio entre ellos.

El mercado estaba vivo, llenó de aromas y colores. Frutas frescas, especias colgando de techos improvisados, pan casero en cestas de mimbre. Simón caminaba delante, como si no le importara si ella lo seguía o no, aunque de vez en cuando miraba por el rabillo del ojo para asegurarse de que no se quedara atrás.

Selene fingía examinar los tomates, pero en realidad lo observaba a él. Había algo en su postura, en sus hombros tensos, que la empujaba a seguir preguntando.

—¿Me odias porque crees que vine a quitarte lo tuyo? —le dijo de golpe mientras metía zanahorias en una bolsa de tela—. ¿Creíste que podrías quedarte con la granja y que yo no vendría?

Simón se detuvo. Sus ojos, de un marrón casi dorado bajo el sol, se clavaron en los de ella, su mirada se oscureció por un breve momento antes de dar un paso hacia atrás alejándose.

—¿Eso crees? —preguntó en voz baja, tan baja que casi no se oía entre el bullicio de los puestos.

—Es una posibilidad. No lo sé. Me tratas con un desprecio que no he ganado —le devolvió la mirada, sin pestañear.

Simón apretó la mandíbula, giró el rostro hacia otro lado y siguió caminando sin decir más.

La verdad es que ella no lograba comprenderlo. Sobre todo porque no eran extraños del todo. Simón había sido su mejor amigo de la infancia, es más sus abuelos lo trataban como un nieto más de niño, por eso no lograba entender por qué esa hostilidad. 

Cuando en el pasado hasta habían bromeado con casarse y vivir ahí en la granja.

La tensión no se disipó en el camino de regreso. Selene se cruzó de brazos sobre el regazo, mirando el paisaje rural pasar por la ventanilla. Simón conducía con los labios apretados y el ceño fruncido, como si luchara contra sí mismo.

Cuando llegaron a la granja, él bajó primero y cargó las bolsas con brusquedad, sin esperar a que ella le ayudara. Selene caminó detrás, la mano herida palpitando, pero su orgullo intacto.

Dentro de la cocina, Simón dejó las bolsas sobre la mesa y se giró para marcharse, pero Selene se plantó frente a él.

—¡Basta, Simón! —exclamó Selene con el pecho subiendo y bajando con fuerza—. Estoy harta de tu silencio. Harta de tus desplantes. ¿Qué te hice, eh? ¿Qué te hice para que me trates como si fuera el enemigo?

Simón avanzó un paso. Ella no retrocedió.

—No entiendes nada —dijo él, en voz baja, pero cargada de fuego.

—Entonces explícame. ¿O prefieres seguir actuando como si yo fuera una intrusa? ¿Crees que me voy a ir? ¿O esperabas que fuera una princesa mimada para sacarme a patadas?

Simón cerró los puños. Su respiración se volvió pesada. El silencio entre ellos se volvió espeso, casi eléctrico. Los ojos color miel de Selene brillaban de rabia y algo más que ella no se atrevía a nombrar. Algo que quemaba.

—Dime la verdad —susurró ella—. ¿Te molesta que esté aquí... o te molesta lo que te hago sentir?

El aire pareció congelarse. Y entonces, Simón la tomó por la nuca con una mano firme y la besó.

Fue un beso áspero, urgente, como si estuviera hecho de todas las palabras no dichas y todo el deseo reprimido. Selene se quedó rígida un segundo, pero luego sus labios respondieron, con rabia, con fuego, con hambre. Sus manos se aferraron a su camisa, y el beso se convirtió en un forcejeo entre el orgullo y la rendición.

Cuando se separaron, sus respiraciones eran jadeos, sus frentes casi se tocaban.

—No vuelvas a preguntarme si me molestas —dijo él con voz ronca—. Porque lo haces. Demasiado.

Y salió de la cocina, dejándola con el corazón desbocado, el pulso temblando en la herida de su mano... y un deseo incontrolable que ardía como el sol del mediodía en su piel.

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