Capítulo 4

El beso aún ardía en sus labios cuando Selene cerró la puerta con un golpe seco, más para silenciar su propia confusión que para despedirse de Simón.

Apoyó la espalda contra la madera, respirando agitadamente. ¿Qué demonios acababa de pasar? Uno de sus guantes aún colgaba de su muñeca. No supo si deseaba arrojarlo o aferrarse a él. ¿Por qué ese hombre, que no hacía más que desafiarla con la mirada, la había besado como si fuera suya desde siempre?

¿Y por qué había respondido?

Sacudió la cabeza y caminó por la cocina. Todo le parecía más pequeño, más agobiante. El beso de Simón no había sido dulce. Fue rabioso, contenido, con la urgencia de quien quiere callar con los labios lo que no puede decir con la lengua. Y lo había conseguido. La había dejado muda, llena de preguntas, confundida… y temblando.

Trató de convencerse de que no le importaba. Que un beso no significaba nada. Que había sido un desliz. Un impulso. Pero entonces, ¿por qué no podía dejar de tocarse los labios?

Se duchó, se cambió, preparó café, intentó leer algo del viejo recetario de su abuela. Nada servía. Ni siquiera la tranquilidad del campo le calmaba la cabeza. El beso estaba ahí. La tensión estaba ahí. Simón… estaba ahí. Y no saber en qué parte de la casa andaba la ponía peor. Mientras se decía a sí misma que no había vuelto a esa granja a ese pueblo a enredarse con nadie. Estaba ahí para sanar su corazón herido. Sin embargo, sabía que se estaba mintiendo en el fondo que ese beso había removido en ella emociones y sentimientos antiguos de sus días en la granja. 

Simón por su parte no lograba controlarse descargaba la leña con más fuerza de la necesaria. Golpeaba los troncos contra el suelo como si fueran enemigos. Cada vez que recordaba la manera en que Selene lo había mirado después del beso, sentía que un enjambre le picoteaba el estómago.

¿Qué había hecho? ¿Por qué diablos se le ocurrió besarla así?

Ella no era para él. Ella se había ido de ese pueblo para convertirse en una señorita de ciudad, con su ropa de diseño y sus manos delicadas. Y, sin embargo, cuando la vio con las mejillas coloradas, discutiéndole en la tienda del pueblo porque él no quería comprar cereales ni jabones con aromas "absurdos", algo se rompió. O tal vez, algo se liberó.

Lo peor era que había querido más. Y que no podía tener más. No debía. Selene era la dueña ahora, debía de recordar cuál era ahora su lugar y olvidar los recuerdos pasados. Ella era una mujer inalcanzable para alguien como él.

Por eso, cuando uno de sus amigos del pueblo le habló del pequeño rodeo nocturno que se haría a las afueras, no lo pensó dos veces. Necesitaba adrenalina, algo que le doliera, algo que le recordara que estaba vivo… y que aún podía domar algo salvaje, aunque fuera un toro y no sus emociones.

La noche cayó como un manto denso. Selene no logró encontrar a Simón por ninguna parte después del beso por lo que sirvió la cena solo para ella. Aún así no perdió la esperanza de que apareciera de pronto. No obstante pasó la hora en que Simón solía revisar los corrales. Luego, la hora en que se escuchaban sus pasos al subir la escalera hacia su cuarto. Nada.

Miró por la ventana hacia el granero. Oscuro. Vacío.

La rabia, esa vieja amiga, volvió a su pecho.

"¿Ahora desaparece como si nada? ¿Después de besarme?"

Pensar de esa manera la hizo tomar una linterna, la chaqueta de mezclilla que le quedaba un poco grande y se calzó las botas que aún le lastimaban los talones. No le importó caminar de noche el viejo camino polvoriento que la llevaría hasta el pueblo. El cual al parecer seguía despierto a esas horas. Lo supo al ver los faroles encendidos, los murmullos en las calles y los motores apagándose cerca de la explanada.

Siguió la música, los gritos y el polvo levantado llegando hasta una gran explanada. El rodeo estaba en su punto más alto. La multitud rodeaba la arena de tierra batida. Entre ellos, reconoció a varios lugareños de la tienda.

Y ahí estaba él.

Simón, montado sobre una bestia negra que escupía vapor por las narices. Sujetaba la cuerda con una mano, mientras con la otra hacía una seña al juez.

Selene se quedó paralizada. Nunca lo había visto así. No tan... primitivo.

Cuando el toro salió disparado, ella gritó junto con la multitud. Simón resistía con los músculos tensos, la mandíbula apretada, los ojos afilados por la furia. Duró más de lo esperado, hasta que la bestia logró lanzarlo al suelo con una fuerza brutal. Un alarido colectivo se alzó, y Selene sintió que el corazón se le detenía.

Pero él se levantó, se sacudió el polvo y salió por la barrera entre aplausos y carcajadas.

Fue entonces cuando sus ojos la encontraron entre la multitud.

Selene no se movió. Él tampoco.

Solo se miraron. Largos segundos. Hasta que él se dio media vuelta.

—¡Simón! —gritó ella, rompiendo su propia contención.

Simón se detuvo, pero no se giró.

Selene lo siguió entre la gente, empujando, tropezando con un niño que llevaba un algodón de azúcar. No paró hasta alcanzarlo detrás de la zona de carga de los animales, donde las sombras eran más oscuras.

—¿Estás loco? ¿Qué crees que estás haciendo?

—Montando. ¿Qué parece que estoy haciendo? —respondió él, sin mirarla.

—¡No creas que soy una estúpida! Te lanzaste a ese toro como si no te importara nada. Ni tu vida. Ni...

—¿Ni tú? —interrumpió él al fin, mirándola de frente. Tenía el labio partido y un hilo de sangre bajando por su mejilla—. ¿Eso ibas a decir?

Ella tragó saliva. Lo odiaba por eso. Por hacerla temblar con solo una mirada. Por desarmarla con un beso. Por confundirla.

—No entiendo qué te pasa —dijo ella, con la voz más baja.

—¿No lo entiendes o no lo quieres entender?

—Yo no te pedí que me besaras, Simón.

—Y yo no te pedí que llegaras a este lugar, a voltear todo de cabeza.

Silencio.

—¿Entonces qué fue ese beso? ¿Una manera de callarme la boca? ¿De marcar territorio?

—Fue una forma de decirte que me estás rompiendo por dentro.

Selene sintió que algo se le caía en el estómago.

—¿Y por qué me odias entonces? ¿Por qué me tratas como si no tuviera derecho a estar aquí?

Simón dio un paso hacia ella. Después otro.

—Porque me gustas, maldita sea —dijo con la voz rasgada—. Porque desde el primer día en que te vi, con esos ojos tristes y esa ropa que parecía gritar que no sabías dónde estabas, supe que estabas fuera de mi alcance. Siempre lo supe, tú eras la nieta de los señores Miller y yo solo el huérfano a quien ellos ayudaban, por eso me fui cuando cumplí los 18 años al ejército, tratando de hacerme de una carrera y así poder pedir tu mano, pero cuando volví tú te habías ido, olvidando no solo a tus abuelos, al pueblo, también de mí. Y aún así, me gustas. Y no puedo dejar de pensar en ti.

Selene quiso decir algo, pero se le atoró en la garganta.

Simón se acercó más. El calor de su cuerpo era casi tangible.

—Y si no me alejo, voy a cometer el error de volver a besarte —dijo él—. Esta vez no para callarte… sino para destruirme de una vez por todas.

Selene lo miró. El silencio entre ellos era una promesa suspendida. Un deseo a punto de estallar. Pero también un precipicio.

—No me beses —murmuró ella—. No esta noche.

Simón bajó la mirada, retrocedió un paso. Asintió.

—Como quieras.

Ella sintió que le dolía más eso que el beso mismo.

Después de eso, ambos regresaron a la granja en el mismo vehículo… pero en mundos distintos.

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