Hugo ha vivido toda su vida bajo el control de su abuelo, un hombre rico y manipulador. Antes de morir, el abuelo le ordena casarse con Isabel, una mujer de una familia humilde del campo. Lo que Hugo no sabe es que ella proviene de una familia rica en ganados y fincas, pero su abuelo oculta esta verdad para que Hugo la valore por lo que es, no por lo que tiene. Sin saberlo, Hugo acepta el matrimonio.
Leer másEl tren privado se detuvo con suavidad, y, al igual que su viaje, su llegada fue discreta. Isabel Villalba fue la única persona que descendió, el vagón vacío resonando en el silencio de la estación. Caminó con paso firme hacia la salida, su maleta en mano, acostumbrada a moverse por su cuenta, pero esta vez todo era diferente. La ciudad parecía un mundo ajeno, y la nueva vida que la esperaba estaba a punto de comenzar.
Fuera de la estación, el Sr. García, chofer de los Mercier, esperaba junto al coche, pero, al ser un tren privado, nadie lo había notificado sobre su llegada. Pensaba que Isabel estaría acompañada, por lo que no se percató de que ella había sido la única pasajera.
Isabel, al no ver a nadie esperando, optó por caminar hacia el coche. El Sr. García, al verla acercarse, bajó rápidamente y le abrió la puerta con una expresión formal.
—Bienvenida, señora Villalba. El Sr. Mercier le espera.
Isabel asintió sin decir palabra y se acomodó en el asiento trasero. A través de la ventana, observó la ciudad que se alejaba lentamente mientras el coche comenzaba su trayecto. El destino ya estaba marcado.
Isabel viajaba de forma callada, sumida en sus pensamientos. Su abuelo le había pedido que hiciera este viaje, que se comprometiera con alguien que él conocía, alguien de su círculo. La promesa era clara: si en el lapso de seis meses no lograba enamorarse de esa persona, su abuelo no insistiría más. Pero había una condición más, una que había calado en ella desde el primer momento: debía mantener un perfil bajo y nunca revelar que provenía de una familia adinerada.
El coche se detuvo frente a la imponente mansión de los Mercier. Isabel observó la fachada, rica en detalles arquitectónicos, y supo que este sería el comienzo de algo que cambiaría su vida. La puerta se abrió y fue recibida por un mayordomo, que la condujo a un salón grande y lujoso, donde la esperaban.
Sin embargo, lo que le llamó la atención al entrar fue la mirada de su futura cuñada, Claudia Mercier. La joven la observó de pies a cabeza, con una expresión de desdén que no pasó desapercibida para Isabel. La hostilidad era evidente, pero Isabel se mantuvo serena, como había aprendido a hacer en situaciones incómodas.
Al lado de Claudia estaba la Sra. Mercier, su futura suegra, quien no tardó en tomar la palabra.
—Toma esto —dijo la Sra. Mercier, entregándole un cheque por 10 millones de dólares—. Regresa por donde viniste, querida. Mi hijo no perderá su tiempo contigo. Con esto, puedes tener una vida llena de lujos, sin necesidad de involucrarnos más.
Isabel miró el cheque con indiferencia. Era una suma considerable, sin duda, pero no era lo que había venido a buscar. Su mirada se levantó hacia la Sra. Mercier, y con voz firme, le respondió:
—Eso lo gasta en un fin de semana. Yo no quiero su dinero. Quiero ver al Sr. Ignacio Mercier, el abuelo de Hugo.
El silencio que siguió a sus palabras fue denso, y Claudia levantó una ceja, sorprendida ante su reacción. La Sra. Mercier, aunque molesta, no dijo nada más. Isabel sabía lo que tenía que hacer. Este encuentro era solo un paso, y estaba dispuesta a enfrentarlo sin ceder ante las expectativas ajenas.
Justo en ese momento, la puerta del salón se abrió y un hombre de porte elegante entró en la habitación. El Sr. Ignacio Mercier, abuelo de Hugo, había llegado. Con una sonrisa cálida, se acercó a Isabel y, con una suavidad inesperada, la saludó con un beso en la mejilla y un fuerte abrazo.
—Isabel, querida, qué gusto tenerte aquí —dijo, su voz rebosante de simpatía—. Ven, vamos a mi despacho a charlar un poco.
Isabel, un tanto sorprendida por su calidez, lo siguió por un largo pasillo que conducía a un despacho privado, lejos de las miradas inquisitoras de los demás. El Sr. Mercier la hizo sentarse frente a su escritorio, donde descansaban papeles y documentos con un aire de autoridad. Él mismo se acomodó en su silla, observándola con una mirada profunda.
—Así que... ¿cómo está tu abuelo? —preguntó, intentando romper el hielo.
Isabel lo miró de manera tranquila, reconociendo que este momento era tan importante como el viaje mismo.
—Está bien, gracias —respondió Isabel con una sonrisa discreta—. Me pidió que viniera para hablar con usted sobre el compromiso.
El Sr. Mercier asintió lentamente, como si estuviera esperando esa respuesta. Luego, cruzando las manos sobre su escritorio, continuó:
—Tu abuelo y yo somos buenos amigos, Isabel. Y este matrimonio es algo que hemos discutido durante mucho tiempo. Queremos unir nuestras familias, pero sé que Hugo no será fácil de convencer. Es un hombre con sus propios ideales y no acepta compromisos con facilidad.
Isabel lo miró en silencio, intuyendo lo que venía.
—Pero estoy seguro de que tú sabrás cómo conquistarlo —continuó el Sr. Mercier con una sonrisa enigmática—. No te preocupes, tu identidad está a salvo. Nadie debe saber de tu origen, y te prometo que, en estos seis meses, nadie se interpondrá en tu camino. Solo te pido que no te rindas, Isabel. No importa cuán difícil sea, quiero que lo intentes, que luches por este matrimonio.
Isabel no dijo nada al principio, procesando sus palabras. Lo que su abuelo había planeado, lo que él quería para ella, estaba tomando una forma mucho más grande de lo que había anticipado. Pero no era el momento de retractarse.
—Lo haré —respondió finalmente, con determinación—. No me rendiré.
El Sr. Mercier sonrió con satisfacción, como si todo estuviera perfectamente en marcha.
—Eso es todo lo que necesito escuchar —dijo—. Ahora, ve y prepárate para lo que viene. Lo que pase después dependerá de ti.
Los cocineros, que habían observado en silencio todo el proceso, se miraban entre sí con un dejo de vergüenza. El jefe de cocina, un hombre de traje blanco impecable, se adelantó con expresión seria.—Señor Mercier, señorita… —hizo una pausa, respirando hondo—. Quiero pedir disculpas. Este restaurante tiene una reputación que mantener, y hoy hemos fallado en cumplir con los estándares que ustedes merecen.Hugo lo miró con dureza, su voz baja pero cortante.—No esperaba menos que la perfección de un lugar como este. Y lo que sirvieron estuvo lejos de serlo.Isabela, aún con las manos manchadas por las especias que había usado, bajó la vista hacia el plato que ella misma había preparado. Luego, con un gesto más suave, intervino:—Todos cometemos errores, chef. Lo importante es aprender de ellos.El chef asintió con un dejo de humildad.—Tiene razón, señorita. Sus técnicas son impecables, y debo reconocer que me ha dejado sorprendido. Prometo que de ahora en adelante cada plato que salga
Isabela lo miró con una mezcla de desdén y sarcasmo, cruzándose de brazos mientras observaba el brillo de las copas y el ambiente refinado del lugar.—Ya entiendo —dijo con un tono frío—. Me trajiste aquí para burlarte de mí, ¿verdad? Porque, claro, como vengo del campo, seguro pensaste que me impresionarías con un par de copas de vino y un menú en francés.Hugo arqueó una ceja, sorprendido por la dureza de sus palabras.—¿Burlarme? —repitió, inclinándose hacia ella—. ¿De verdad crees que haría todo esto para humillarte?—¿Y no? —replicó Isabela con ironía, alzando la barbilla—. Seguramente piensas que me siento fuera de lugar, que no sé ni cómo pronunciar los platos o cómo usar los cubiertos. Pero te equivocas, Hugo. Estos restaurantes no significan nada para mí.El silencio entre ambos se volvió pesado, aunque los comensales a su alrededor seguían charlando animadamente. Hugo se quedó observándola con atención, tratando de descifrar sus palabras, porque había notado que hablaba con
Isabela repasaba unos documentos en su escritorio cuando Claudia se apareció con una sonrisa cargada de malicia.—Aquí tienes —dijo, dejando un fajo de papeles sobre la mesa—. Revisión de contratos, informes de gastos y, por cierto, Hugo necesita que prepares las presentaciones para la próxima reunión.Isabela alzó la vista, sorprendida por la cantidad.—¿Todo esto… para hoy?—Así es —contestó Claudia con frialdad—. No creo que tengas problema, ¿o sí?Isabela tomó aire, serena.—No, no tengo problema. Lo terminaré.Claudia arqueó una ceja, esperando verla rendirse. Pero a medida que pasaban las horas, la secretaria trabajaba con precisión, avanzando rápido y con un orden que sorprendía a más de uno.Al final de la mañana, no solo había completado las tareas, sino que además retomó el proyecto que Hugo le había confiado.El asistente personal de Hugo, Ramiro, se detuvo frente a la puerta del despacho de Claudia con gesto serio.—Señorita Mercier —dijo con formalidad—, necesito hablar c
El vehiculo se detuvo frente a la gran entrada de la residencia Mercier. El silencio de la madrugada envolvía la mansión, solo interrumpido por el motor que se apagó suavemente. Hugo bajó primero, con rapidez y sin dudar un segundo se dirigió hacia la otra puerta para ayudar a Isabel. Ella estaba medio dormida, aún cansada, pero su cuerpo descansaba en los brazos de él como si ese lugar fuera el más seguro del mundo.Hugo la sostuvo con cuidado, como si fuera lo más frágil que había tenido entre sus manos. Entraron por la puerta principal, y en ese instante, Claudia, que había estado esperando inquieta en la sala, se levantó de golpe al verlos.—¿Qué pasó? —preguntó con voz entre sorprendida y preocupada, acercándose unos pasos.Hugo no contestó de inmediato. Su mirada estaba concentrada únicamente en Isabel, que respiraba con calma, ajena a la tensión que se percibía en el ambiente. Cuando por fin habló, lo hizo con un tono firme, casi cortante:—No fue nada grave, pero necesitaba de
Hugo estaba sentado a un costado de la cama, con los codos apoyados en las rodillas y la mirada fija en el suelo. Tenía la chaqueta arrugada y el cabello despeinado, como si hubiera pasado horas allí, sin moverse.El leve gemido de Isabel lo sacó de sus pensamientos. Sus ojos se abrieron lentamente, un poco nublados, hasta que lo encontraron a él.—¿Qué… qué pasó? —preguntó con la voz débil, llevándose una mano temblorosa a la frente.Hugo se enderezó de inmediato y se inclinó hacia ella.—Te desmayaste —respondió, serio pero con un tono suave que no solía usar—. Te encontré en el piso, estabas… temblando, sin poder respirar bien.Los ojos de Isabel se agrandaron, tratando de recordar. Una sombra de miedo cruzó su rostro.—¿Yo… dije algo? —murmuró, con el corazón acelerado.—No —negó él, observándola con detenimiento—. Solo estabas llorando y parecía que… que te dolía algo más que el cuerpo.Isabel cerró los ojos con fuerza, como si quisiera ocultar lo que había sentido. Hugo frunció
El apagón en el edificio dejó a Isabela paralizada. El silencio se mezclaba con la sensación de encierro y la negrura total que la rodeaba. Sus manos temblaban sobre el escritorio y apenas lograba inhalar aire. Cerró los ojos con fuerza, intentando controlarse, pero en lugar de calmarse, un recuerdo lejano irrumpió en su mente, como si la oscuridad del presente abriera la puerta a la del pasado.De pronto estaba allí, de nuevo, en aquella cueva del mar, atrapada años atrás.El viaje había sido planeado como unas vacaciones tranquilas. Isabela, más joven y con un espíritu curioso, se encontraba en un pequeño pueblo costero con algunos amigos. El mar era cristalino, y una de las atracciones turísticas del lugar eran las cuevas naturales que se formaban en la roca, accesibles nadando unos metros desde la orilla.—Va a ser una aventura —dijo uno de sus amigos con entusiasmo, ajustándose las gafas de buceo.—Solo entraremos un rato, no hay peligro —agregó otro, tratando de animarla.Ella n
Último capítulo