Hugo estaba sentado a un costado de la cama, con los codos apoyados en las rodillas y la mirada fija en el suelo. Tenía la chaqueta arrugada y el cabello despeinado, como si hubiera pasado horas allí, sin moverse.
El leve gemido de Isabel lo sacó de sus pensamientos. Sus ojos se abrieron lentamente, un poco nublados, hasta que lo encontraron a él.
—¿Qué… qué pasó? —preguntó con la voz débil, llevándose una mano temblorosa a la frente.
Hugo se enderezó de inmediato y se inclinó hacia ella.
—Te desmayaste —respondió, serio pero con un tono suave que no solía usar—. Te encontré en el piso, estabas… temblando, sin poder respirar bien.
Los ojos de Isabel se agrandaron, tratando de recordar. Una sombra de miedo cruzó su rostro.
—¿Yo… dije algo? —murmuró, con el corazón acelerado.
—No —negó él, observándola con detenimiento—. Solo estabas llorando y parecía que… que te dolía algo más que el cuerpo.
Isabel cerró los ojos con fuerza, como si quisiera ocultar lo que había sentido. Hugo frunció