El Despacho de Ignacio

Hugo miró a Isabel con una expresión seria mientras se detenía en la puerta de la habitación que le habían asignado.

—Baja en cinco minutos, hablaremos con mi abuelo para que esto termine de una vez —dijo, claramente incómodo con la situación. Luego, añadió con algo de desdén—: Te mandaré de vuelta en avión, ya que no sabíamos que... bueno, que era tan pobre como para venir en tren.

Isabel no dijo nada al principio, solo se quedó en silencio mientras Hugo daba la vuelta y cerraba la puerta. Su rostro se iluminó con una ligera sonrisa que no pudo contener. ¿El tren? Si tan solo supiera que el tren en el que viajó era uno de los más lujosos del mundo, con todas las comodidades que alguien podría imaginar.

La ironía la hizo soltar una risa silenciosa. Pero no había tiempo para quedarse pensando en esas trivialidades. Lo que importaba era lo que venía después.

No pasó mucho tiempo antes de que la puerta se abriera nuevamente. La señora Mercier apareció en el umbral con una expresión fría y autoritaria.

—Ni creas que te has librado —dijo, su tono cargado de desdén—. Vas a encargarte del desayuno de mi hijo y del mío. Además, deberás lavar su ropa a mano.

Isabel, sorprendida por la humillación, la miró fijamente, sin ocultar su incredulidad.

—¿Cómo? —respondió con una risa irónica—. No sabía que la familia Mercier era tan pobre que no tenían para pagar una sirvienta. Con razón la habitación a la que me llevaron estaba tan sucia.

La señora Mercier frunció el ceño, claramente irritada por la respuesta de Isabel, pero Isabel no terminó ahí. Con voz firme y mirada desafiante, continuó:

—Pero lastima, señora, porque yo no he sido traída aquí como sirvienta. Quizás a su hija le funcione más ese rol, pero a mí no.

La señora Mercier se quedó paralizada por un momento, sorprendida por la respuesta de Isabel, quien no solo no se amilanaba ante su autoritarismo, sino que se mantenía firme en su postura. Un silencio incómodo llenó la habitación antes de que la señora Mercier pudiera reaccionar.

—No te atrevas a desafiarme de nuevo —dijo finalmente, con tono cortante. Pero la mirada de Isabel dejó claro que, por más que intentara intimidarla, no lograría doblegarla.

Isabel sonrió con tranquilidad y no dijo nada más. Ya había dejado claro quién tenía el control en esa situación.

Isabel bajó las escaleras rápidamente, con la determinación de no dejar que la situación se saliera de control. Al llegar al despacho, vio a Hugo y a su abuelo, Ignacio Mercier, inmersos en una conversación tensa. Cuando entró, ambos se quedaron en silencio, como si no esperaran su presencia tan pronto.

Ignacio, con una mirada más cálida que la de su hijo, levantó la vista y le hizo un gesto con la mano.

—Isabel, entra, siéntate —dijo con una calma que contrastaba con la tensión que se había vivido minutos antes.

Isabel asintió y tomó asiento frente al escritorio, sin perder la compostura. Hugo, al igual que su abuelo, no dijo nada en un principio. Pero fue Ignacio quien rompió el silencio, mirando a Isabel con seriedad.

—Me he enterado del incidente de hoy —comentó, observando a Isabel fijamente—. La verdad no entiendo por qué mi hija te ha llevado a ese lugar, sabiendo que no son habitaciones habitables. No es digno de nadie, menos de una persona como tú.

Isabel, al escuchar esas palabras, se quedó en silencio por un momento. No era necesario que le dijeran lo que ya sabía. Sin embargo, la indignación que sentía no desaparecía tan fácilmente.

Hugo, al ver la reacción de Isabel, intervino rápidamente:

—Abuelo, mi madre ha dicho que Isabel se perdió dentro de la mansión —dijo, con tono apremiante, aunque parecía dudar de su propia defensa.

Ignacio no pareció convencido por la explicación de Hugo. Giró su silla hacia su computadora y comenzó a mover el ratón, abriendo un archivo en su monitor. Sin decir una palabra, le dio play a un video donde se veía claramente a la Sra. Mercier, guiando a Isabel hacia la habitación sucia y apartada, sin ninguna justificación razonable. La imagen era clara y, para Hugo, desconcertante.

—Mira esto, Hugo —dijo Ignacio, señalando la pantalla—. Aquí puedes ver cómo tu madre la lleva directamente a ese lugar. No me parece una simple confusión o accidente. Me parece algo intencional, hijo. Si solo eres crédulo por lo que te dicen y no te tomas el tiempo de investigar, entonces estás ciego.

Hugo se quedó en silencio, procesando lo que acababa de ver. Isabel, observando la escena, sintió que una pequeña victoria se sumaba a su lado. Pero sabía que la batalla aún no estaba ganada.

Ignacio, sin mirar a Hugo, se giró hacia Isabel con una expresión más tranquila.

—En fin —dijo, como si todo ya estuviera decidido—, desde mañana, Isabel, trabajarás en la empresa. Eso debería ser más importante que cualquier otro problema personal que hayamos tenido hoy.

Isabel lo miró fijamente, sin que su expresión cambiara. A pesar de las humillaciones previas, este era un paso hacia lo que ella había decidido. No pensaba ceder ante las expectativas de los demás, pero sabía que este nuevo camino en la empresa le daría el control que necesitaba.

—Entiendo —respondió con firmeza, sin necesidad de añadir nada más.

Hugo, aún sorprendido, no pudo más que mirar a su abuelo y luego a Isabel. La conversación había tomado un giro inesperado, y sabía que la situación comenzaba a escapar de su control.

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