Los cocineros, que habían observado en silencio todo el proceso, se miraban entre sí con un dejo de vergüenza. El jefe de cocina, un hombre de traje blanco impecable, se adelantó con expresión seria.
—Señor Mercier, señorita… —hizo una pausa, respirando hondo—. Quiero pedir disculpas. Este restaurante tiene una reputación que mantener, y hoy hemos fallado en cumplir con los estándares que ustedes merecen.
Hugo lo miró con dureza, su voz baja pero cortante.
—No esperaba menos que la perfección de un lugar como este. Y lo que sirvieron estuvo lejos de serlo.
Isabela, aún con las manos manchadas por las especias que había usado, bajó la vista hacia el plato que ella misma había preparado. Luego, con un gesto más suave, intervino:
—Todos cometemos errores, chef. Lo importante es aprender de ellos.
El chef asintió con un dejo de humildad.
—Tiene razón, señorita. Sus técnicas son impecables, y debo reconocer que me ha dejado sorprendido. Prometo que de ahora en adelante cada plato que salga