Después de la charla con el Sr. Ignacio Mercier, Isabel fue conducida por una empleada hacia lo que pensó sería su habitación. La mansión era grande, con pasillos interminables y puertas que se abrían a habitaciones lujosas. La empleada, una mujer de rostro impasible, abrió la puerta de una de esas habitaciones y la invitó a entrar.
Isabel observó el lugar, que tenía el aire de ser elegante, pero algo la hizo sentir incómoda. No dijo nada, solo asintió mientras dejaba la maleta sobre la cama. Se recostó un momento en el suave colchón, tratando de procesar todo lo que había sucedido hasta ese punto. La mansión de los Mercier, el recibimiento frío de su futura cuñada, y las palabras de la Sra. Mercier, que todavía resonaban en su mente.
Pero antes de que pudiera acomodarse del todo, la puerta se abrió de golpe. La Sra. Mercier entró con una expresión severa y, sin mediar palabra, miró a Isabel.
—Perdona, pero parece que nos hemos equivocado —dijo, con tono cortante—. Esta no es tu habitación. Ven conmigo, te llevaré a la que realmente te corresponde.
Isabel se levantó rápidamente, confundida por el cambio tan repentino. La Sra. Mercier le hizo un gesto con la mano para que la siguiera, y aunque Isabel intentó hablar, se contuvo. Sabía que su lugar aquí era incierto, y no quería causar más problemas.
La Sra. Mercier caminó con paso firme por los pasillos de la mansión, sin decir una sola palabra, mientras Isabel la seguía, arrastrando su maleta por el suelo. El recorrido las llevó hasta la parte trasera de la casa, un área que parecía menos cuidada que el resto. Isabel notó que el ambiente se volvía cada vez más sombrío y apartado.
Finalmente, la Sra. Mercier se detuvo frente a una puerta desvencijada, de madera oscura, que se veía mucho más vieja que el resto de la casa. La abrió sin esfuerzo y entró sin esperar a que Isabel lo hiciera primero.
—Esta será tu habitación —dijo, sin emoción en su voz.
Isabel cruzó el umbral, mirando alrededor. La habitación estaba en un estado deplorable. El polvo cubría los muebles, las cortinas colgaban de manera irregular y el aire estaba pesado, como si la habitación nunca hubiera sido utilizada. La cama, aunque grande, parecía olvidada, con las sábanas arrugadas y el colchón hundido por el paso del tiempo.
Isabel se quedó paralizada por un momento, sin saber cómo reaccionar. No podía creer lo que veía. Nunca la habían humillado de esa manera. Su mente comenzaba a asimilar lo que estaba ocurriendo: había llegado con la esperanza de que las cosas fueran de otra manera, de que, al menos, se le tratara con algo de dignidad. Pero esta habitación, este trato, era algo que no esperaba.
La Sra. Mercier la observó, pero no dijo nada más. Isabel, sintiendo que no podía aguantar más, tomó la maleta con una mano, mientras la otra se aferraba a la puerta.
—Si necesitas algo, llámame —dijo la Sra. Mercier sin darle más importancia, antes de cerrar la puerta tras de sí.
Isabel se quedó ahí, mirando la habitación que se había convertido en su nuevo "hogar" en esa mansión. Sabía que no podía rendirse, pero algo dentro de ella empezaba a cuestionar si este sacrificio valdría la pena.
Isabel estaba esperando en silencio cuando, finalmente, Hugo Mercier llegó. Su presencia hizo que los guardias de seguridad se apartaran de inmediato, pero él, al ver el personal de limpieza y la situación, frunció el ceño, visiblemente confundido.
—¿Por qué necesitas personal externo para limpiar, si la mansión tiene su propio servicio? —preguntó, mirando a Isabel, que se encontraba junto a la puerta.
Isabel, sin perder la compostura, le respondió con calma:
—La habitación que me han asignado parece que nunca la han limpiado, Hugo. El polvo y la suciedad son evidentes.
Hugo la miró, sin comprender completamente lo que estaba diciendo, pero su expresión pasó de la sorpresa a una leve preocupación. No entendía cómo podía ser eso posible en una casa como esta.
—No entiendo por qué lo dices —respondió, mirando hacia el personal de limpieza que ya comenzaba a trabajar en la habitación.
—Lo digo porque es evidente —replicó Isabel con una leve sonrisa en los labios, sin dejar que su frustración se reflejara demasiado—. Pero no importa, ya lo he solucionado.
Hugo asintió, claramente incómodo por la situación, pero no dijo nada más. Finalmente, despidió al personal de limpieza, agradeciéndoles por su trabajo, y luego se volvió hacia Isabel.
—Si me permites, Hugo, puedo mostrarte la habitación que me han asignado —dijo Isabel, con voz tranquila pero firme.
Hugo la miró, confundido, pero asintió, sin saber exactamente lo que le esperaba. Isabel caminó por delante de él, llevando la maleta que había quedado en el pasillo, y se dirigió a la parte trasera de la mansión, donde la Sra. Mercier la había dejado en la habitación más apartada.
Al llegar, Isabel abrió la puerta sin dudar y entró primero. Hugo la siguió, pero al ver la habitación, se detuvo en seco. El aire estaba pesado, las sábanas arrugadas, el polvo cubría los muebles y las cortinas parecían no haber sido movidas en años. Era una habitación olvidada, sin ningún cuidado, completamente distinta al lujo que se esperaba en una casa como la de los Mercier.
—Aquí es donde me han asignado quedarme —dijo Isabel, mirando alrededor con desdén.
Hugo se quedó en el umbral de la puerta, mirando el lugar con incredulidad. No entendía cómo podía ser posible que alguien, especialmente Isabel, tuviera que estar en una habitación en tan mal estado.
—¿Cómo puede ser esto? —murmuró, con una ligera furia en su voz—. Esta habitación... parece que nunca la han limpiado.
Isabel no respondió de inmediato, sino que dejó que Hugo observase el desastre que le habían preparado. Luego, con calma, explicó:
—La Sra. Mercier me dijo que esta sería mi habitación. Lo único que no me explicó es por qué me asignaron un lugar tan apartado y descuidado.
Hugo miró a su alrededor una vez más, claramente desconcertado. No sabía qué pensar, pero la indignación creció dentro de él. No podía permitir que Isabel fuera tratada de esa forma, no importaba qué tan extraña fuera la situación.
—Esto no tiene sentido —dijo Hugo, ya con un tono más firme—. Voy a hablar con mi madre sobre esto.
Sin embargo, antes de que pudiera decir algo más, la puerta se abrió nuevamente, y la Sra. Mercier apareció en el umbral. Su mirada fría y calculadora se posó sobre ellos, pero Isabel, sin dejarse intimidar, la miró fijamente.
—Parece que Isabel se ha perdido por la mansión y no llegó a su habitación —dijo la Sra. Mercier, sin siquiera mirarla a los ojos, con una sonrisa de satisfacción.
Isabel, sin perder la compostura, respondió con firmeza:
—No me he perdido, señora Mercier. Solo he sido llevada a una habitación que claramente no estaba preparada para mí.
La Sra. Mercier, visiblemente incómoda, desvió la mirada. Hugo, al notar la tensión, miró a su madre, no con la misma indiferencia de antes, sino con una nueva mirada crítica.
—¿Por qué esta habitación? ¿Qué es lo que está pasando aquí? —preguntó Hugo, cada vez más molesto.
La Sra. Mercier guardó silencio por un momento, pero luego respondió con calma, casi con desdén:
—Isabel simplemente se ha confundido de camino. No es más que un error. La llevaré a otra habitación.
Pero Isabel, sin esperar más, ya no quería quedar bajo el control de su futura suegra. Miró a Hugo, sin decir una palabra, y lo condujo a la habitación. Era evidente que la Sra. Mercier intentaba ocultar algo, pero Isabel no iba a permitir que le hicieran sentir como una invitada de segunda.