Isabela lo miró con una mezcla de desdén y sarcasmo, cruzándose de brazos mientras observaba el brillo de las copas y el ambiente refinado del lugar.
—Ya entiendo —dijo con un tono frío—. Me trajiste aquí para burlarte de mí, ¿verdad? Porque, claro, como vengo del campo, seguro pensaste que me impresionarías con un par de copas de vino y un menú en francés.
Hugo arqueó una ceja, sorprendido por la dureza de sus palabras.
—¿Burlarme? —repitió, inclinándose hacia ella—. ¿De verdad crees que haría todo esto para humillarte?
—¿Y no? —replicó Isabela con ironía, alzando la barbilla—. Seguramente piensas que me siento fuera de lugar, que no sé ni cómo pronunciar los platos o cómo usar los cubiertos. Pero te equivocas, Hugo. Estos restaurantes no significan nada para mí.
El silencio entre ambos se volvió pesado, aunque los comensales a su alrededor seguían charlando animadamente. Hugo se quedó observándola con atención, tratando de descifrar sus palabras, porque había notado que hablaba con