Hugo entró a la mansión con paso firme, aunque por dentro lo carcomía la intriga. Se había pasado todo el trayecto desde la oficina repasando cada palabra que Isabela había dicho en su despacho. No era común que una muchacha del campo, como ella aseguraba ser, tuviera semejante soltura al hablar de negocios. No solo entendía, sino que razonaba y proponía con la precisión de alguien con experiencia.
Al llegar, dejó el maletín sobre una mesa del recibidor y fue directo al despacho de su abuelo. Tocó la puerta con fuerza, sin esperar demasiado.
—Adelante —respondió la voz grave del anciano.
Hugo entró, cerrando tras de sí. El abuelo, sentado tras su escritorio de madera maciza, lo observó con calma, como si lo hubiera estado esperando.
—Necesito hablar con usted —dijo Hugo con seriedad.
—Me imagino —replicó el abuelo, entrelazando los dedos sobre el escritorio—. Se te nota en la cara.
Hugo respiró hondo.
—Es sobre Isabela. Hay algo en ella que no encaja. Hoy, durante la reunión, habló co