Narra Lorena.
Más tarde… Cuando mis tacos pisan el suelo de mármol falso del salón principal, algo en mi pecho se afloja. No es alivio. Es ese tipo de vacío que aparece cuando sobrevivís a una tormenta pero sabés que otra viene detrás. Me siento en el borde del escenario, donde hace unas horas bailaba envuelta en lentejuelas y mentiras, y me saco los zapatos con rabia. Me lastiman. Me cortan como las palabras de Carlo. Y ahí, sin querer, sin buscarlo, se me cuela un recuerdo. Uno de esos que todavía no logro expulsar del cuerpo. Fue hace años… Carlo tenía el pelo más largo y menos odio en la mirada. Me recogía en la puerta del hostel con un ramo de flores robadas de alguna plaza y un cigarrillo en la comisura de los labios. Yo venía de bailar por monedas en bares pegajosos, y él… Él me hizo sentir, por primera vez, que no era desechable. —Con ese cuerpo, nena, vas a tener el mundo a tus pies. Pero primero… te lo doy yo. Me reí en su cara, como hago siempre que me quieren vender ilusiones. Pero a la semana ya dormía en su cama, y a los dos meses, ya tenía camerino propio y tragos gratis en el cabaret. Me enamoré. Claro que sí, como una idiota. Me gustaba cómo me miraba cuando bailaba. Me hacía sentir como si el resto del mundo no existiera. Carlo sabía endulzar el veneno. Sabía decir "te amo" entre risas, mientras me ponía un collar caro y me apretaba la cintura frente a todos. Teníamos noches de sexo salvaje y desayunos con pan francés. Me hacía reír, me prestaba su abrigo, me defendía de los babosos. Yo creí que era amor. Yo quería que fuera amor. Pero el amor, con Carlo, venía con condiciones. Primero fue una pelea. Después otra. Después un grito en público. Un empujón. Un comentario sobre mi maquillaje. Sobre mi falda. Sobre cómo miraba a otros. Sobre cuánto me debía. Y un día, ya no era su amante. Era su empleada. Después, su posesión. Y ahora… Ahora ni eso. Ahora soy apenas un gasto, una molestia que tolera por costumbre, o por control. Siento que los ojos se me llenan de agua, pero no lloro. No acá. No en este lugar que me desviste todas las noches. Escucho pasos. Gente que entra, que sale, que vive de noche como si el sol quemara. Y entre ellos, veo a Martín. Otra vez. El tipo de mirada que no mira. Que vigila. Me pongo de pie. Vuelvo a ponerme los tacos. Me cruzo de brazos. Respiro hondo. Que miren. Que informen. Que se crean que me están controlando. A Carlo ya no lo amo, pero lo amé, y eso me parte la lengua, me descompone el alma. Ahora solo queda esta cicatriz, y esta furia, y esta idea que no me suelta… quizás no sea tarde para volver a empezar, o para hacerlos pagar. A todos. Estoy por salir cuando la veo. Es Nadia, la más joven del grupo. Apenas pasa los veinte y tiene esa mirada que todavía cree que todo esto es temporal. Que con suerte, con paciencia, con suerte, se sale. Está sentada en el suelo, en una esquina oscura del backstage, con las piernas apretadas y los labios partidos. Llora en silencio. No se toca la cara, no se mueve. Solo llora como si se le estuviera cayendo el alma de a poco. Me acerco sin ruido. Me agacho frente a ella. No digo nada al principio. Solo la miro. —¿Qué pasó? Ella parpadea. Me ve. Intenta sonreír. Fracasa. —Nada, Lore… no es nada. La tomo del mentón con suavidad. Hay un moretón en su clavícula, otro en la parte interior del brazo. Uno reciente. Dedo masculino. Fuerte. —¿Quién fue? —Un cliente —murmura, mirando hacia abajo—. Dijo que si me quejaba me iban a echar. Que Carlo lo protege. Siento el calor subir desde el estómago. No el del deseo. Este quema distinto. Como un ácido lento. —¿Cómo se llamaba? —No lo sé. Era rubio. Llevaba reloj de oro… uno grande. De esos que hacen ruido cuando camina. No me dio nombre. Le levanto la barbilla. La obligo a mirarme. —No digas una palabra más. Yo me voy a encargar. —Pero Lore… vos también estás en la mira. Si lo enfrentás… —Yo no le tengo miedo a Carlo —la corto, con un filo seco—. Y mucho menos a un cobarde que golpea a una mujer y se esconde detrás de un billete. Ella me mira como si no me creyera. Como si creyera que hablo porque me sale fácil. Pero me conoce lo suficiente como para saber que cuando prometo algo, lo cumplo. Le acaricio el pelo. Le acomodo el top. —Andate a casa. Te van a cubrir las otras. Yo hablo con Carla —la jefa del vestuario— y con Ángela. Y si ese imbécil vuelve a pisar este lugar, lo saco a patadas yo misma. Ella asiente. Con los ojos mojados. Con ese agradecimiento que no se dice, pero se siente como un peso en el pecho. Me doy la vuelta sin mirar atrás. Cuando salgo a la calle, el aire está denso. El tipo de noche en la que el calor se pega a la piel como si quisiera colarse por los poros. Miro hacia el frente, ahí está el edificio de Ruiz. Luces apagadas. O quizás no está. Quizás sí. No importa. No subo. No esta vez. Con el cuerpo cansado, y sin ganas para nada, camino a mi edificio, piso tras piso. Paredes grises. Abro la puerta de mi departamento. Cierro sin encender la luz. Tiro los zapatos en un rincón. Me siento en el borde de la cama. Me desabrocho el vestido con furia contenida. Y ahí está ese calor. Ese maldito calor que no sé si es por la humillación de Carlo, por la mirada de Ruiz cuando me deslicé en su cama… o por la sensación de que, por primera vez en mucho tiempo, estoy tomando el control de algo. Aunque sea de mi rabia. Aunque sea de esta piel. Aunque sea de este fuego que nadie más va a usar en mi contra. Me quedo ahí. Desnuda, con la respiración agitada, con los recuerdos flotando como humo, y con una sola certeza clavada en el pecho: Esto no se va a quedar así.Narra Ruiz.Hay algo en el silencio que me irrita más que un balazo mal dado.Cuando alguien como Lorena no da señales de vida después de una noche así, no es prudencia, no es distancia. Es ruido disfrazado. Es tormenta a punto de caer.Mi celular vibra sobre la mesa mientras el café se enfría.Es Lázaro, uno de mis ojos en la calle. Tiene ese talento para pasar desapercibido entre los hombres con trajes caros y las prostitutas con maquillaje corrido. Un soplón discreto, eficiente, y sobre todo, barato.—Hablá —le digo sin preámbulos.—Anoche la vi salir. Cruzó directo al cabaret. Carlo la esperaba en su oficina. Entró sola. Nadie más.—¿Y?—Estuvo ahí adentro como media hora. Cuando salió, tenía la cara dura, apretaba los puños. El hijo de puta le gritó. Se escuchó desde el pasillo. Nadie quiso meterse. Vos sabés cómo son con Carlo…—¿La tocó?—No lo vi, pero… la forma en que caminaba. Como si estuviera conteniéndose de romper algo. No se quedó. Se fue directo a su edificio.Me froto
Narra Lorena.Hay noches que se sienten como una cuerda tensa sobre la garganta.No importa cuán alto camines, sabés que un paso en falso te va a partir el cuello.Esta noche es así.El departamento está oscuro cuando salgo. Me dejo el maquillaje puesto, el escote lo suficientemente marcado como para no parecer desesperada pero sí convincente. Las medias me ajustan como un secreto. No soy tonta: sé qué efecto tengo. Y sé lo que quiero sacar de eso.Ruiz cree que me está moviendo como una pieza.Carlo cree que sigo en su bolsillo, aunque me grite, me humille, me mire como si ya no sirviera ni para adornar la puta barra de su club.Pero ninguno de los dos me conoce realmente.No saben que esta vez, soy yo la que mueve las fichas.Camino por el pasillo trasero del cabaret. El mismo que usaban para sacar cuerpos cuando las cosas se ponían feas y no querían escándalos. Ahora, más que nunca, se siente como una trinchera.Una de las bailarinas, Nadia, me espera con los ojos hinchados y la vo
Narra Ruiz.Gonzales es un cabrón elegante.De esos que usan traje incluso para ir a mear.Perfume caro, zapatos lustrados, dientes falsos que brillan más que sus verdaderas intenciones.Nos encontramos en el privado de un restaurante italiano, uno de esos lugares donde los camareros no ven nada, y si ven, aprenden a olvidarlo.El vino ya está servido cuando llego. A mí no me gusta el vino. Pero me lo tomo igual.—Ruiz —dice Gonzales, estirando la mano como si estuviéramos en un puto acto protocolar—. Qué gusto.—El gusto, como siempre, es caro —respondo, dándole una sonrisa torcida.Nos sentamos.Santino habla sin apurarse, como si todo el tiempo del mundo le perteneciera. Me pregunta por negocios, por números, por rumores.Yo le tiro migajas.No vine a hablar de mí.—Carlo se está oxidando —le digo, directo.Él alza una ceja.—¿Oxidando?—Se mueve lento. Se rodea de escoria. Y encima tiene un problema que ya le entró en la cama.—¿Una mujer?—Lorena. —No necesito decir su apellido.
Narra Lorena.A veces, para seguir viva, hay que matar más de una vez.Los pasos de Boris suenan antes de que golpee la puerta.No me hace falta verlo para saber que es él.Lo presiento en el aire, en esa forma densa y áspera en la que el ambiente se espesa cuando un animal salvaje entra a la jaula.No me pregunto cómo llegó hasta acá. No me importa si Carlo le dio una llave, o si sobornó al portero.Me importa el porqué. Y eso también lo sé.Carlo lo manda cuando no quiere ver la sangre, pero sí olerla desde su oficina.Y esta vez, la sangre que quiere…es la mía.……….—Tenés cinco segundos para explicarte, Boris.—No vine a hablar.Su voz es la de siempre. Ronca. Desabrida. Como si hubiera nacido mascando vidrio.Pero tiene algo distinto. Un brillo en los ojos. Como un nene en Navidad.Como si matar mujeres fuera un hobby para él. Y justo hoy, le tocó su favorita.—¿Por Nadia, no? —pregunto, girándome despacio. Estoy en mi cocina. Estoy desarmada. En apariencia.—No fue por eso que
Narra Ruiz.El caos es un dios salvaje, y yo le rezo con los dientes apretados.A veces las guerras no comienzan con bombas. Empiezan con el silencio quebrado por un grito que nadie espera.—Lo mató, jefe. A Boris. Ella lo mató.Esa frase me llega desde el celular como una descarga eléctrica directa a la espina dorsal.Estoy en el bar del hotel, mirando a Santino revolver su whisky con cara de estatua. Hace dos horas que intento convencerlo de que Carlo está terminado, podrido por dentro, y que si quiere seguir haciendo dinero, debe cambiar de bando.Pero es ese mensaje el que termina de poner las piezas en su sitio.—¿Estás seguro? —pregunto, sin mover un solo músculo del rostro.—Sí. Un balazo. En el pecho. En el lugar donde se escondía la bailarina. Nadie la encuentra, jefe. Está desaparecida. Los hombres de Carlo están como locos. El cabaret está cercado.Cierro los ojos.La veo.A Lorena.Sola. Cansada. Manchada de sangre.Y sin embargo viva.Más viva que nunca.Carlo está en lla
Narra Lorena.Estoy viva, pero no me siento viva.El espejo de este baño prestado, en un departamento que huele a encierro y sopa fría, me devuelve una imagen que apenas reconozco. Ojeras de un gris sucio, labios partidos, un mechón de pelo pegado a la frente por el sudor. Me he quitado la peluca, el maquillaje corrido, la ropa de cuero que usé para escapar. Lo único que no logro quitarme es la culpa.Sully me mira desde la puerta, apoyada en el marco, con una taza de té humeante en las manos. No dice nada. No necesita hacerlo. Ella sabe. Me ve por dentro, y eso es más difícil de soportar que todo el asedio allá afuera.—Está hecho —murmura. Su voz es tranquila, pero firme. Como quien ya aceptó que se juega la vida cada vez que abre la puerta.Me sirvo un poco de agua y la bebo de a sorbos lentos. No quiero hablar. Pero Sully no es de las que esperan eternamente.—Nadia está muerta —dice, sin anestesia.El vaso me tiembla entre los dedos, el agua se derrama sobre la mesada. No lloro.
Narra Ruiz.Las noches ya no tienen silencio. Solo ruido. Del tipo que no se oye, pero te vibra en los huesos. El celular suena a las tres de la madrugada. No es un horario para buenas noticias.—Lo sabe —dice la voz del otro lado. Es Lázaro, uno de los pocos que todavía no ha sido comprado ni quebrado—. Carlo ya sabe dónde está Lorena. Le cayó el dato de alguien que se vendió por dos gramos y una puta limpia. Va para allá. Y no va a hablar.Silencio.—Va a matarla, Ruiz. Esta noche.El vaso de whisky se me resbala de los dedos y revienta contra el piso. Ni me inmuto. El líquido se esparce como sangre. Qué simbólico, la puta madre.—¿Dónde? —escupo, mientras ya estoy poniéndome el abrigo. No espero respuesta, ya sé la dirección.Sully. Esa cabecita loca pero leal. Solo ella podía haberla escondido. Solo ella podía ponerle un poco de esperanza en el pecho a una mujer que ya solo tenía cenizas.—Movete con los pibes. No dejes que Carlo llegue primero. No me importa si tienen que vaciarl
Narra Lorena.El ascensor no sirve.Bajamos por las escaleras. Yo, con la camisa empapada de sangre que no es mía. Ruiz, con la pistola lista, la mandíbula apretada y ese fuego en los ojos que me recuerda que los dos estamos en el mismo infierno. La diferencia es que yo ya no tengo miedo de arder.Cada escalón que bajamos me tiembla en los huesos, pero no freno. Ya no hay vuelta atrás. Carlo está cerca. Y esta vez no se va a ir caminando.—Abajo hay movimiento —me dice Ruiz en voz baja, deteniéndose al final del segundo piso.—¿Cuántos?—Tres, tal vez cuatro. No van a dejarnos pasar.—¿Y cuándo eso nos detuvo? —respondo, ya sin rastro de la mujer que una vez se arreglaba el cabello para gustarle a ese hijo de puta.Asiente. No con orgullo, sino con aceptación. Ya no somos ni aliados ni enemigos. Somos armas. Dos balas disparadas en la misma dirección.Cuando pisamos el primer piso, los vemos. Cuatro de Carlo. Malas caras. Malas intenciones.Uno de ellos grita:—¡Ahí están! ¡Mátenlos!