Inicio / Mafia / Al ritmo del peligro: La dama y el jefe. / 5. Lo que duele no siempre sangra.
5. Lo que duele no siempre sangra.

Narra Lorena.

Más tarde…

Cuando mis tacos pisan el suelo de mármol falso del salón principal, algo en mi pecho se afloja. No es alivio. Es ese tipo de vacío que aparece cuando sobrevivís a una tormenta pero sabés que otra viene detrás.

Me siento en el borde del escenario, donde hace unas horas bailaba envuelta en lentejuelas y mentiras, y me saco los zapatos con rabia. Me lastiman. Me cortan como las palabras de Carlo.

Y ahí, sin querer, sin buscarlo, se me cuela un recuerdo. Uno de esos que todavía no logro expulsar del cuerpo.

Fue hace años…

Carlo tenía el pelo más largo y menos odio en la mirada. Me recogía en la puerta del hostel con un ramo de flores robadas de alguna plaza y un cigarrillo en la comisura de los labios.

Yo venía de bailar por monedas en bares pegajosos, y él…

Él me hizo sentir, por primera vez, que no era desechable.

—Con ese cuerpo, nena, vas a tener el mundo a tus pies. Pero primero… te lo doy yo.

Me reí en su cara, como hago siempre que me quieren vender ilusiones.

Pero a la semana ya dormía en su cama, y a los dos meses, ya tenía camerino propio y tragos gratis en el cabaret. Me enamoré. Claro que sí, como una idiota. Me gustaba cómo me miraba cuando bailaba. Me hacía sentir como si el resto del mundo no existiera. Carlo sabía endulzar el veneno. Sabía decir "te amo" entre risas, mientras me ponía un collar caro y me apretaba la cintura frente a todos.

Teníamos noches de sexo salvaje y desayunos con pan francés. Me hacía reír, me prestaba su abrigo, me defendía de los babosos. Yo creí que era amor. Yo quería que fuera amor. Pero el amor, con Carlo, venía con condiciones. Primero fue una pelea. Después otra. Después un grito en público. Un empujón. Un comentario sobre mi maquillaje. Sobre mi falda.

Sobre cómo miraba a otros. Sobre cuánto me debía. Y un día, ya no era su amante. Era su empleada. Después, su posesión.

Y ahora… Ahora ni eso.  Ahora soy apenas un gasto, una molestia que tolera por costumbre, o por control.

Siento que los ojos se me llenan de agua, pero no lloro.  No acá. No en este lugar que me desviste todas las noches.

Escucho pasos.

Gente que entra, que sale, que vive de noche como si el sol quemara.

Y entre ellos, veo a Martín.

Otra vez.

El tipo de mirada que no mira. Que vigila.

Me pongo de pie. Vuelvo a ponerme los tacos.  Me cruzo de brazos. Respiro hondo. Que miren. Que informen. Que se crean que me están controlando. A Carlo ya no lo amo, pero lo amé, y eso me parte la lengua, me descompone el alma. Ahora solo queda esta cicatriz, y esta furia, y esta idea que no me suelta… quizás no sea tarde para volver a empezar, o para hacerlos pagar. A todos.

Estoy por salir cuando la veo.

Es Nadia, la más joven del grupo. Apenas pasa los veinte y tiene esa mirada que todavía cree que todo esto es temporal. Que con suerte, con paciencia, con suerte, se sale.

Está sentada en el suelo, en una esquina oscura del backstage, con las piernas apretadas y los labios partidos.

Llora en silencio.

No se toca la cara, no se mueve. Solo llora como si se le estuviera cayendo el alma de a poco.

Me acerco sin ruido. Me agacho frente a ella. No digo nada al principio. Solo la miro.

—¿Qué pasó?

Ella parpadea. Me ve. Intenta sonreír. Fracasa.

—Nada, Lore… no es nada.

La tomo del mentón con suavidad. Hay un moretón en su clavícula, otro en la parte interior del brazo.

Uno reciente. Dedo masculino. Fuerte.

—¿Quién fue?

—Un cliente —murmura, mirando hacia abajo—. Dijo que si me quejaba me iban a echar. Que Carlo lo protege.

Siento el calor subir desde el estómago. No el del deseo. Este quema distinto. Como un ácido lento.

—¿Cómo se llamaba?

—No lo sé. Era rubio. Llevaba reloj de oro… uno grande. De esos que hacen ruido cuando camina. No me dio nombre.

Le levanto la barbilla. La obligo a mirarme.

—No digas una palabra más. Yo me voy a encargar.

—Pero Lore… vos también estás en la mira. Si lo enfrentás…

—Yo no le tengo miedo a Carlo —la corto, con un filo seco—. Y mucho menos a un cobarde que golpea a una mujer y se esconde detrás de un billete.

Ella me mira como si no me creyera.

Como si creyera que hablo porque me sale fácil.

Pero me conoce lo suficiente como para saber que cuando prometo algo, lo cumplo.

Le acaricio el pelo. Le acomodo el top.

—Andate a casa. Te van a cubrir las otras. Yo hablo con Carla —la jefa del vestuario— y con Ángela. Y si ese imbécil vuelve a pisar este lugar, lo saco a patadas yo misma.

Ella asiente. Con los ojos mojados. Con ese agradecimiento que no se dice, pero se siente como un peso en el pecho.

Me doy la vuelta sin mirar atrás.

Cuando salgo a la calle, el aire está denso.

El tipo de noche en la que el calor se pega a la piel como si quisiera colarse por los poros.

Miro hacia el frente, ahí está el edificio de Ruiz. Luces apagadas. O quizás no está. Quizás sí.

No importa. No subo. No esta vez.

Con el cuerpo cansado, y sin ganas para nada, camino a mi edificio, piso tras piso. Paredes grises. Abro la puerta de mi departamento. Cierro sin encender la luz. Tiro los zapatos en un rincón.

Me siento en el borde de la cama. Me desabrocho el vestido con furia contenida. Y ahí está ese calor.

Ese maldito calor que no sé si es por la humillación de Carlo, por la mirada de Ruiz cuando me deslicé en su cama…  o por la sensación de que, por primera vez en mucho tiempo, estoy tomando el control de algo.

Aunque sea de mi rabia.

Aunque sea de esta piel.

Aunque sea de este fuego que nadie más va a usar en mi contra.

Me quedo ahí. Desnuda, con la respiración agitada, con los recuerdos flotando como humo, y con una sola certeza clavada en el pecho: Esto no se va a quedar así.

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