559. La herencia de la traición.
Narra Ruiz
Me lo dicen como si fuera un detalle médico, con esa frialdad que usan los que se acostumbran a ver la vida y la muerte como si fueran simplemente partes de un trámite: tres meses en coma, señor, tres meses en los que usted no respiraba por sí mismo, en los que su corazón latía como si dudara en seguir haciéndolo, tres meses en los que las probabilidades estaban todas en contra. Y yo sonrío, porque en el fondo lo sabía, porque nunca fui fácil de enterrar, porque ni siquiera la muerte parece tener la paciencia de esperarme hasta el final. Pero después, cuando la voz de la monja se apaga y el silencio vuelve a llenar la habitación con ese aroma de incienso y desinfectante, siento la punzada, no en el pecho, sino en algún lugar más hondo, más sucio, más insoportable: tres meses sin saber de ella. Tres meses en los que mi hija caminó el mundo sin mí.
Dulce. Diecisiete años. Ya no es la criatura de ojos enormes que apenas podía pronunciar mi nombre ni la nena caprichosa que juga