558. La fe tiembla en la piel.
Narra Ruiz.
Hay algo curioso en la manera en que la luz se cuela por esas ventanas altas del asilo, como si el sol quisiera bendecir la pureza que todavía queda entre esas paredes, pero conmigo no se anima; conmigo se queda a medio camino, rebota en los vidrios y me llega difuso, casi como una advertencia de que ni siquiera la claridad está dispuesta a jugarse por mí. Y sin embargo, ahí estoy, tendido en una cama blanca, rodeado de un silencio que se quiebra apenas con los pasos arrastrados de las monjas y el olor a incienso que se mezcla con el desinfectante, respirando despacio, sintiendo la maquinaria de mi corazón como un reloj que todavía no se atrevió a pararse, observando cómo la mentira se acomoda en mí con la naturalidad de un traje hecho a medida. Porque acá no soy Ruiz, no soy el tipo que se tiró de frente a la muerte y volvió a salir a flote; acá soy un pobre ahogado que perdió la memoria, un artista extranjero en busca de inspiración que casi se lo traga el río, un hombre