561. La foto maldita.
Narra Ruiz.
El día se escurre entre paredes blancas, como si el hospital tuviera la extraña capacidad de aplastar el tiempo, de convertirlo en una especie de masa gelatinosa que se pega a la piel, sin olor, sin forma, sin destino. Una semana más y me sueltan, dicen los médicos con su tono de esperanza prestada, como si de verdad desearan que yo me largue de acá, cuando en realidad lo único que quieren es deshacerse de un expediente incómodo, una anomalía en el mapa de la muerte que se volvió vida. Yo escucho, asiento, sonrío con la calma de un santo resignado, pero por dentro cuento los minutos y dibujo el plan, porque nadie como yo entiende que cada día de más es un riesgo, y que en el juego de la supervivencia no alcanza con respirar: hay que saber cuándo moverse.
La puerta se abre sin anunciarse demasiado, y por un segundo el mundo me juega la peor broma: la silueta que entra, torpe, juvenil, con los hombros estrechos, me recuerda a Gomes. El corazón me da un salto seco, como si me