560. El ahogado que respira.
Narra Ruiz
La puerta se abre con un chirrido torpe, como si incluso la madera de este asilo quisiera avisarme que algo se acerca, que el aire se va a enturbiar. Estoy sentado en la cama, con el cuerpo todavía débil pero la mirada intacta, esa que nunca pierde filo aunque la carne se pudra. Por un segundo, cuando veo la silueta en el marco, el corazón me da un golpe seco, un latido que me devuelve al pasado como una bofetada: pienso que es Gomes, pienso que vino a terminar lo que empezó hace tantos años, pienso que ya descubrieron quién soy en este pueblo donde me creen un pobre ahogado sin nombre.
Pero no. El tipo que entra es joven, demasiado joven, con la chaqueta de cuero que le queda grande y el gesto de alguien que todavía no aprendió a usar la autoridad como un arma. Tiene la piel clara, los ojos inquietos, las manos que no saben dónde meterse, y en ese temblor ya entiendo todo: es un novato, un cachorro lanzado a un juego que no entiende. Casi me da ternura, y eso en mí siempre