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3. No es amor, es estrategia con lengua.

Narra Ruiz.

No me gusta que me revisen las cosas, ni en sentido literal, ni en sentido figurado, pero especialmente lo primero.

Esa noche, después del tercer whisky y antes de que el hielo se derritiera del todo, le dije que me esperara en el sillón de mi cuarto. Un cuartucho en el hotel de siempre, con olor a tabaco rancio y alfombra vieja, pero con una vista directa al cabaret, como si eso hiciera todo más cómodo. Yo necesitaba mear, limpiarme un poco el sudor de la noche y volver al ruedo con la mente fría.

No habrán pasado ni cinco minutos.

Pero cuando volví, algo estaba fuera de lugar.

Ella seguía ahí, sentada con las piernas cruzadas como si nada. Como si nunca se hubiera levantado. Como si no tuviera ni una puta idea de dónde guardo yo mis papeles.

Demasiado quieta.

Cerré la puerta y me quedé observándola desde el umbral. El espejo del baño me había devuelto mi reflejo con una gota de sangre seca en la mandíbula —recuerdo de un ajuste de cuentas temprano—, pero eso no me distrajo. Mis ojos se clavaron en la mesa ratona. El cenicero estaba en otro lado. El folder con mis informes ya no estaba cerrado con la gomita, sino doblado apenas en las esquinas. Mínimo. Pero yo no soy un tipo que deja detalles al azar.

Y ella… Ella sonreía.

—¿Qué? —dijo, como si de verdad no entendiera mi cara.

—Nada —contesté, sentándome a su lado—. Solo pensaba en lo cómodo que te ves cuando no estás bailando para Carlo.

No respondió enseguida. Acomodó su pelo, encendió un cigarrillo sin pedirme fuego. Un silencio de los que cortan el aire con navaja.

Esa es la clase de mujer que te hace preguntarte si tenés la bragueta baja o si te están apuntando con un arma. O las dos cosas al mismo tiempo.

Me incliné para alcanzar la botella. Le serví. Le sostuve el vaso. Ella no se movió, pero sus ojos sí. Me miraron como si supiera que yo también tengo algo bajo la manga.

Y claro que lo tengo.

—¿Encontraste lo que buscabas? —solté de golpe. Ni parpadeó.

—¿Te referís al papel arrugado entre los informes falsos?

—Ah, entonces sí revisaste.

Una risa seca se le escapó de la garganta.

—No soy estúpida, Ruiz. Vos tampoco. Estamos bailando sobre un piso en llamas.

Ahí estaba la confirmación, y no me molestó, no porque me guste que me revisen, ya lo dije. Sino porque eso significa que está invirtiendo en esto. Que quiere saber hasta dónde puede llegar. Y que no me tiene miedo.

Me incliné hacia ella, sin tocarla, pero lo suficientemente cerca como para que sintiera el calor. Mis ojos clavados en los suyos. Sin filtros. Sin máscaras.

—Si vas a hurgar entre mis cosas, hacelo bien. Lo verdaderamente interesante lo guardo en la guantera del auto. O en la lengua, según el caso.

Lorena me sostuvo la mirada, sin pestañear.

—Ya lo sé. Por eso estoy todavía acá.

Touché.

No sé si quería besarla o partirle la cara. Lo cual, en mi lenguaje, es lo más cerca que estoy de sentir algo por alguien. Estaba jugando, sí. Pero ya no sabía si para mí o contra mí.

Ella apretó los labios. Se levantó del sillón como una gata con los dientes afilados y fue hasta la ventana. Miró hacia el cabaret.

—Carlo va a sospechar si sigo desapareciendo tantas noches —dijo, sin girarse.

—Que sospeche. De eso se trata todo esto, ¿no?

Se volvió. Su silueta recortada contra las luces rojas de afuera. Hermosa. Intensa. Volátil.

—¿Y si me pregunta qué hago acá?

Me paré también. Me acerqué lento. Le corrí el pelo detrás de la oreja.

—Decile que venís a cogerte al tipo que lo va a enterrar.

Ella se rió. Una risa rota. Como un vidrio quebrado que igual brilla con el sol. Y después me besó. Con rabia, con fuerza, con esa urgencia de quien sabe que no puede confiar, pero tampoco puede parar.

Y en medio del beso, sentí su mano en mi chaqueta otra vez. Buscando algo. Tocando lo que no le di permiso de tocar.

La empujé suave, y la miré.

—La próxima, pedí permiso. O robá mejor.

Ella me sostuvo la mirada, sonriendo como una loba.

—¿Y vos, Ruiz? ¿Qué robaste hoy?

Y aunque tenía mil formas de responderle, me quedé callado. Porque la verdad me incomoda:

Hoy, ella me sacó más de lo que yo pensaba darle.

La forma en que me mira, como si pudiera desarmarme con los ojos, es jodidamente peligrosa. No porque crea que va a matarme… sino porque temo que pueda leerme, y  yo no dejo que nadie me lea. Eso es un lujo que solo tienen los muertos.

Pero ahí estábamos. Parados frente a frente, con el aire pesado entre los dos. El cabaret seguía rugiendo a lo lejos, con su música de fondo y las risas falsas de siempre. Pero este cuarto se volvió otro lugar. Uno donde todo se mide en respiraciones, miradas, silencios.

—¿Querés seguir buscando en mis bolsillos? —le dije, bajito, con la voz cargada de veneno suave.

Ella se acercó, paso firme, y me agarró la corbata como si fuera una soga. Me la aflojó con un tirón lento, casi felino.

—Tus bolsillos no.

—¿Entonces qué?

No respondió. Me empujó contra la pared y se me subió encima como si tuviera derecho. Y yo la dejé.

No por debilidad, quería ver hasta dónde era capaz de llegar. Hasta dónde estaba dispuesta a jugar su propio juego… aunque la palabra juego ya no alcanza para esto.

Su boca se apoyó contra la mía sin pedir permiso, y esa fue la mejor parte. Porque si algo me gusta de Lorena es que no es sumisa, no es frágil, no necesita que la cuiden. Es una tormenta que se abre paso sola, y si te aplasta, jodete.

Mi mano fue directo a su cintura. Tenía esa maldita piel que parece que siempre está ardiendo. Un calor que no se quita ni con agua fría ni con balas. La apreté contra mí con la firmeza de quien sabe que esto no es cariño. Es territorio. Es aviso.

Ella se rió entre dientes, como si supiera lo que yo estaba pensando.

—¿Esto también es parte del plan, Ruiz? ¿Seducirme? ¿Usarme?

—¿Y vos qué creés que hacés conmigo ahora mismo?

Su lengua me respondió antes que sus palabras. Me mordió el labio, bajó por mi cuello, y supe que lo estaba haciendo para desarmarme. Para hacerme bajar la guardia.

Y funcionaba.

No porque me creyera el cuento de que ella me deseaba, sino porque estaba dispuesta a mentir con el cuerpo entero, y eso, joder, es más efectivo que cualquier confesión.

La levanté en un solo movimiento. La llevé hasta la cama sin dejar de besarla. Las lentejuelas del vestido crujían al rozar la tela rasposa. Sus piernas se apretaban alrededor de mi cintura, y ella me hablaba con jadeos, con uñas, con presión.

Yo sabía que estaba buscando algo más. No era solo sexo. Era territorio. Información. Control.

Y aun así, no me detuve.

—¿Te pensás que no sé lo que hacés? —le dije al oído, mientras mi mano bajaba por su espalda.

—¿Y vos te pensás que me importa? —susurró de vuelta, con una risa rota.

La besé de nuevo. Esta vez sin filtro, sin reservas.

Y en medio del caos, sentí que me devolvía todo con la misma intensidad.

Y supe que esa mujer iba a ser mi maldita ruina.

Porque no se trataba de amor. Se trataba de hambre. Y ella y yo… Somos dos carroñeros devorándose vivos.

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