Narra Ruiz.
No me gusta que me revisen las cosas, ni en sentido literal, ni en sentido figurado, pero especialmente lo primero. Esa noche, después del tercer whisky y antes de que el hielo se derritiera del todo, le dije que me esperara en el sillón de mi cuarto. Un cuartucho en el hotel de siempre, con olor a tabaco rancio y alfombra vieja, pero con una vista directa al cabaret, como si eso hiciera todo más cómodo. Yo necesitaba mear, limpiarme un poco el sudor de la noche y volver al ruedo con la mente fría. No habrán pasado ni cinco minutos. Pero cuando volví, algo estaba fuera de lugar. Ella seguía ahí, sentada con las piernas cruzadas como si nada. Como si nunca se hubiera levantado. Como si no tuviera ni una puta idea de dónde guardo yo mis papeles. Demasiado quieta. Cerré la puerta y me quedé observándola desde el umbral. El espejo del baño me había devuelto mi reflejo con una gota de sangre seca en la mandíbula —recuerdo de un ajuste de cuentas temprano—, pero eso no me distrajo. Mis ojos se clavaron en la mesa ratona. El cenicero estaba en otro lado. El folder con mis informes ya no estaba cerrado con la gomita, sino doblado apenas en las esquinas. Mínimo. Pero yo no soy un tipo que deja detalles al azar. Y ella… Ella sonreía. —¿Qué? —dijo, como si de verdad no entendiera mi cara. —Nada —contesté, sentándome a su lado—. Solo pensaba en lo cómodo que te ves cuando no estás bailando para Carlo. No respondió enseguida. Acomodó su pelo, encendió un cigarrillo sin pedirme fuego. Un silencio de los que cortan el aire con navaja. Esa es la clase de mujer que te hace preguntarte si tenés la bragueta baja o si te están apuntando con un arma. O las dos cosas al mismo tiempo. Me incliné para alcanzar la botella. Le serví. Le sostuve el vaso. Ella no se movió, pero sus ojos sí. Me miraron como si supiera que yo también tengo algo bajo la manga. Y claro que lo tengo. —¿Encontraste lo que buscabas? —solté de golpe. Ni parpadeó. —¿Te referís al papel arrugado entre los informes falsos? —Ah, entonces sí revisaste. Una risa seca se le escapó de la garganta. —No soy estúpida, Ruiz. Vos tampoco. Estamos bailando sobre un piso en llamas. Ahí estaba la confirmación, y no me molestó, no porque me guste que me revisen, ya lo dije. Sino porque eso significa que está invirtiendo en esto. Que quiere saber hasta dónde puede llegar. Y que no me tiene miedo. Me incliné hacia ella, sin tocarla, pero lo suficientemente cerca como para que sintiera el calor. Mis ojos clavados en los suyos. Sin filtros. Sin máscaras. —Si vas a hurgar entre mis cosas, hacelo bien. Lo verdaderamente interesante lo guardo en la guantera del auto. O en la lengua, según el caso. Lorena me sostuvo la mirada, sin pestañear. —Ya lo sé. Por eso estoy todavía acá. Touché. No sé si quería besarla o partirle la cara. Lo cual, en mi lenguaje, es lo más cerca que estoy de sentir algo por alguien. Estaba jugando, sí. Pero ya no sabía si para mí o contra mí. Ella apretó los labios. Se levantó del sillón como una gata con los dientes afilados y fue hasta la ventana. Miró hacia el cabaret. —Carlo va a sospechar si sigo desapareciendo tantas noches —dijo, sin girarse. —Que sospeche. De eso se trata todo esto, ¿no? Se volvió. Su silueta recortada contra las luces rojas de afuera. Hermosa. Intensa. Volátil. —¿Y si me pregunta qué hago acá? Me paré también. Me acerqué lento. Le corrí el pelo detrás de la oreja. —Decile que venís a cogerte al tipo que lo va a enterrar. Ella se rió. Una risa rota. Como un vidrio quebrado que igual brilla con el sol. Y después me besó. Con rabia, con fuerza, con esa urgencia de quien sabe que no puede confiar, pero tampoco puede parar. Y en medio del beso, sentí su mano en mi chaqueta otra vez. Buscando algo. Tocando lo que no le di permiso de tocar. La empujé suave, y la miré. —La próxima, pedí permiso. O robá mejor. Ella me sostuvo la mirada, sonriendo como una loba. —¿Y vos, Ruiz? ¿Qué robaste hoy? Y aunque tenía mil formas de responderle, me quedé callado. Porque la verdad me incomoda: Hoy, ella me sacó más de lo que yo pensaba darle. La forma en que me mira, como si pudiera desarmarme con los ojos, es jodidamente peligrosa. No porque crea que va a matarme… sino porque temo que pueda leerme, y yo no dejo que nadie me lea. Eso es un lujo que solo tienen los muertos. Pero ahí estábamos. Parados frente a frente, con el aire pesado entre los dos. El cabaret seguía rugiendo a lo lejos, con su música de fondo y las risas falsas de siempre. Pero este cuarto se volvió otro lugar. Uno donde todo se mide en respiraciones, miradas, silencios. —¿Querés seguir buscando en mis bolsillos? —le dije, bajito, con la voz cargada de veneno suave. Ella se acercó, paso firme, y me agarró la corbata como si fuera una soga. Me la aflojó con un tirón lento, casi felino. —Tus bolsillos no. —¿Entonces qué? No respondió. Me empujó contra la pared y se me subió encima como si tuviera derecho. Y yo la dejé. No por debilidad, quería ver hasta dónde era capaz de llegar. Hasta dónde estaba dispuesta a jugar su propio juego… aunque la palabra juego ya no alcanza para esto. Su boca se apoyó contra la mía sin pedir permiso, y esa fue la mejor parte. Porque si algo me gusta de Lorena es que no es sumisa, no es frágil, no necesita que la cuiden. Es una tormenta que se abre paso sola, y si te aplasta, jodete. Mi mano fue directo a su cintura. Tenía esa maldita piel que parece que siempre está ardiendo. Un calor que no se quita ni con agua fría ni con balas. La apreté contra mí con la firmeza de quien sabe que esto no es cariño. Es territorio. Es aviso. Ella se rió entre dientes, como si supiera lo que yo estaba pensando. —¿Esto también es parte del plan, Ruiz? ¿Seducirme? ¿Usarme? —¿Y vos qué creés que hacés conmigo ahora mismo? Su lengua me respondió antes que sus palabras. Me mordió el labio, bajó por mi cuello, y supe que lo estaba haciendo para desarmarme. Para hacerme bajar la guardia. Y funcionaba. No porque me creyera el cuento de que ella me deseaba, sino porque estaba dispuesta a mentir con el cuerpo entero, y eso, joder, es más efectivo que cualquier confesión. La levanté en un solo movimiento. La llevé hasta la cama sin dejar de besarla. Las lentejuelas del vestido crujían al rozar la tela rasposa. Sus piernas se apretaban alrededor de mi cintura, y ella me hablaba con jadeos, con uñas, con presión. Yo sabía que estaba buscando algo más. No era solo sexo. Era territorio. Información. Control. Y aun así, no me detuve. —¿Te pensás que no sé lo que hacés? —le dije al oído, mientras mi mano bajaba por su espalda. —¿Y vos te pensás que me importa? —susurró de vuelta, con una risa rota. La besé de nuevo. Esta vez sin filtro, sin reservas. Y en medio del caos, sentí que me devolvía todo con la misma intensidad. Y supe que esa mujer iba a ser mi maldita ruina. Porque no se trataba de amor. Se trataba de hambre. Y ella y yo… Somos dos carroñeros devorándose vivos.Narra Lorena. Dicen que para salir del barro hay que ensuciarse un poco más. Yo aprendí a revolcarme con estilo. Ruiz no es tonto. Por eso lo beso más fuerte. Por eso le muerdo los labios como si fueran míos. Porque sé que cada caricia lo hace bajar un poco la guardia, y cada jadeo le nubla la vista justo donde necesito que deje de mirar. Cuando me levanta, cuando me apoya contra esa cama que no es suya ni mía, solo una excusa en medio de la guerra, yo no estoy pensando en su cuerpo. Estoy contando segundos. Midiento reacciones. Buscando grietas. Porque mientras él me recorre con manos firmes, yo repaso mentalmente cada cosa que escondía en su chaqueta. La foto arrugada del viejo al que mandaron a dormir bajo tierra. El papelito con una dirección anotada a mano. Una llave. Una marca. Una pista. Y entonces sus labios bajan por mi cuello y yo me arqueo, exagerada, como si eso me dominara. Pero no me domina. Solo me despierta algo que hace rato tenía dormido, y eso es jod
Narra Lorena. Más tarde… Cuando mis tacos pisan el suelo de mármol falso del salón principal, algo en mi pecho se afloja. No es alivio. Es ese tipo de vacío que aparece cuando sobrevivís a una tormenta pero sabés que otra viene detrás. Me siento en el borde del escenario, donde hace unas horas bailaba envuelta en lentejuelas y mentiras, y me saco los zapatos con rabia. Me lastiman. Me cortan como las palabras de Carlo. Y ahí, sin querer, sin buscarlo, se me cuela un recuerdo. Uno de esos que todavía no logro expulsar del cuerpo. Fue hace años… Carlo tenía el pelo más largo y menos odio en la mirada. Me recogía en la puerta del hostel con un ramo de flores robadas de alguna plaza y un cigarrillo en la comisura de los labios. Yo venía de bailar por monedas en bares pegajosos, y él… Él me hizo sentir, por primera vez, que no era desechable. —Con ese cuerpo, nena, vas a tener el mundo a tus pies. Pero primero… te lo doy yo. Me reí en su cara, como hago siempre que me quieren vend
Narra Ruiz.Hay algo en el silencio que me irrita más que un balazo mal dado.Cuando alguien como Lorena no da señales de vida después de una noche así, no es prudencia, no es distancia. Es ruido disfrazado. Es tormenta a punto de caer.Mi celular vibra sobre la mesa mientras el café se enfría.Es Lázaro, uno de mis ojos en la calle. Tiene ese talento para pasar desapercibido entre los hombres con trajes caros y las prostitutas con maquillaje corrido. Un soplón discreto, eficiente, y sobre todo, barato.—Hablá —le digo sin preámbulos.—Anoche la vi salir. Cruzó directo al cabaret. Carlo la esperaba en su oficina. Entró sola. Nadie más.—¿Y?—Estuvo ahí adentro como media hora. Cuando salió, tenía la cara dura, apretaba los puños. El hijo de puta le gritó. Se escuchó desde el pasillo. Nadie quiso meterse. Vos sabés cómo son con Carlo…—¿La tocó?—No lo vi, pero… la forma en que caminaba. Como si estuviera conteniéndose de romper algo. No se quedó. Se fue directo a su edificio.Me froto
Narra Lorena.Hay noches que se sienten como una cuerda tensa sobre la garganta.No importa cuán alto camines, sabés que un paso en falso te va a partir el cuello.Esta noche es así.El departamento está oscuro cuando salgo. Me dejo el maquillaje puesto, el escote lo suficientemente marcado como para no parecer desesperada pero sí convincente. Las medias me ajustan como un secreto. No soy tonta: sé qué efecto tengo. Y sé lo que quiero sacar de eso.Ruiz cree que me está moviendo como una pieza.Carlo cree que sigo en su bolsillo, aunque me grite, me humille, me mire como si ya no sirviera ni para adornar la puta barra de su club.Pero ninguno de los dos me conoce realmente.No saben que esta vez, soy yo la que mueve las fichas.Camino por el pasillo trasero del cabaret. El mismo que usaban para sacar cuerpos cuando las cosas se ponían feas y no querían escándalos. Ahora, más que nunca, se siente como una trinchera.Una de las bailarinas, Nadia, me espera con los ojos hinchados y la vo
Narra Ruiz.Gonzales es un cabrón elegante.De esos que usan traje incluso para ir a mear.Perfume caro, zapatos lustrados, dientes falsos que brillan más que sus verdaderas intenciones.Nos encontramos en el privado de un restaurante italiano, uno de esos lugares donde los camareros no ven nada, y si ven, aprenden a olvidarlo.El vino ya está servido cuando llego. A mí no me gusta el vino. Pero me lo tomo igual.—Ruiz —dice Gonzales, estirando la mano como si estuviéramos en un puto acto protocolar—. Qué gusto.—El gusto, como siempre, es caro —respondo, dándole una sonrisa torcida.Nos sentamos.Santino habla sin apurarse, como si todo el tiempo del mundo le perteneciera. Me pregunta por negocios, por números, por rumores.Yo le tiro migajas.No vine a hablar de mí.—Carlo se está oxidando —le digo, directo.Él alza una ceja.—¿Oxidando?—Se mueve lento. Se rodea de escoria. Y encima tiene un problema que ya le entró en la cama.—¿Una mujer?—Lorena. —No necesito decir su apellido.
Narra Lorena.A veces, para seguir viva, hay que matar más de una vez.Los pasos de Boris suenan antes de que golpee la puerta.No me hace falta verlo para saber que es él.Lo presiento en el aire, en esa forma densa y áspera en la que el ambiente se espesa cuando un animal salvaje entra a la jaula.No me pregunto cómo llegó hasta acá. No me importa si Carlo le dio una llave, o si sobornó al portero.Me importa el porqué. Y eso también lo sé.Carlo lo manda cuando no quiere ver la sangre, pero sí olerla desde su oficina.Y esta vez, la sangre que quiere…es la mía.……….—Tenés cinco segundos para explicarte, Boris.—No vine a hablar.Su voz es la de siempre. Ronca. Desabrida. Como si hubiera nacido mascando vidrio.Pero tiene algo distinto. Un brillo en los ojos. Como un nene en Navidad.Como si matar mujeres fuera un hobby para él. Y justo hoy, le tocó su favorita.—¿Por Nadia, no? —pregunto, girándome despacio. Estoy en mi cocina. Estoy desarmada. En apariencia.—No fue por eso que
Narra Ruiz.El caos es un dios salvaje, y yo le rezo con los dientes apretados.A veces las guerras no comienzan con bombas. Empiezan con el silencio quebrado por un grito que nadie espera.—Lo mató, jefe. A Boris. Ella lo mató.Esa frase me llega desde el celular como una descarga eléctrica directa a la espina dorsal.Estoy en el bar del hotel, mirando a Santino revolver su whisky con cara de estatua. Hace dos horas que intento convencerlo de que Carlo está terminado, podrido por dentro, y que si quiere seguir haciendo dinero, debe cambiar de bando.Pero es ese mensaje el que termina de poner las piezas en su sitio.—¿Estás seguro? —pregunto, sin mover un solo músculo del rostro.—Sí. Un balazo. En el pecho. En el lugar donde se escondía la bailarina. Nadie la encuentra, jefe. Está desaparecida. Los hombres de Carlo están como locos. El cabaret está cercado.Cierro los ojos.La veo.A Lorena.Sola. Cansada. Manchada de sangre.Y sin embargo viva.Más viva que nunca.Carlo está en lla
Narra Lorena.Estoy viva, pero no me siento viva.El espejo de este baño prestado, en un departamento que huele a encierro y sopa fría, me devuelve una imagen que apenas reconozco. Ojeras de un gris sucio, labios partidos, un mechón de pelo pegado a la frente por el sudor. Me he quitado la peluca, el maquillaje corrido, la ropa de cuero que usé para escapar. Lo único que no logro quitarme es la culpa.Sully me mira desde la puerta, apoyada en el marco, con una taza de té humeante en las manos. No dice nada. No necesita hacerlo. Ella sabe. Me ve por dentro, y eso es más difícil de soportar que todo el asedio allá afuera.—Está hecho —murmura. Su voz es tranquila, pero firme. Como quien ya aceptó que se juega la vida cada vez que abre la puerta.Me sirvo un poco de agua y la bebo de a sorbos lentos. No quiero hablar. Pero Sully no es de las que esperan eternamente.—Nadia está muerta —dice, sin anestesia.El vaso me tiembla entre los dedos, el agua se derrama sobre la mesada. No lloro.