2. El cabaret no miente.

Narra Lorena.

Yo… no creo en las coincidencias, y mucho menos en los hombres con trajes caros y sonrisa de lobo.

Ruiz apareció en el cabaret como una tormenta en plena madrugada: sin aviso, sin disculpas, y con esa forma de mirar que incomoda. Como si ya supiera algo de vos que todavía no dijiste en voz alta.

A mí no me impresionan fácil. Aprendí a mirar desde los espejos sin que me noten, a detectar el peligro en los detalles. La forma en que alguien entra a un lugar, cómo inclina la cabeza cuando escucha tu nombre, si le habla primero al camarero o te clava los ojos como si ya fueras suya.

Ruiz… Ruiz no vino a ver un show. Vino a verme a mí.

Lo supe apenas pidió ese trago sin despegar los ojos de los míos. Como si no le importara un carajo que estuviera bailando con las piernas abiertas sobre una tarima de metal oxidado. Como si lo suyo no fuera deseo, sino estrategia.

Y lo más jodido es que eso fue lo que me gustó.

La mayoría de los hombres que pasan por este lugar vienen a olvidar. Ruiz vino a recordar. A marcar territorio. A leerme como si tuviera el guion de mi vida tatuado en la espalda.

No soy estúpida. Cuando alguien como él aparece en la puerta, es porque algo se va a romper.

Tal vez por eso me acerqué. Porque lo vi venir con su plan bajo el brazo, con la lengua afilada y las intenciones ocultas. Porque me recordó que sigo viva. Que puedo provocar. Que todavía hay fuego.

—¿Un trago para mí? Qué caballero —le dije con una media sonrisa, sabiendo que ya me tenía medida, pero que no sabía que yo también lo estaba midiendo a él.

Me habló de Carlo como si supiera todo. Como si fuera uno más de esos buitres que esperan ver sangre en el agua. Pero Carlo no se muere fácil. Y yo menos.

Ruiz quiere tumbarlo. Lo noto. Lo huele. Y lo que aún no entiende es que Carlo me construyó para sobrevivirle.

Pero si Ruiz es inteligente —y me temo que lo es— sabe que no se le gana a un tipo como Carlo desde afuera. Por eso vino por mí. Porque soy su grieta.

Y aunque no lo diga, quiere que yo le abra la puerta desde adentro.

Yo, Lorena. La bailarina. La que todos miran pero nadie ve.

¿La parte divertida? Que él cree que tiene el control.

Qué adorable.

Esa noche, después de hacer mi número, fui directo a los camarines. Cerré la puerta y dejé caer la bata sobre la silla. La luz de los espejos me devolvió el reflejo de una mujer que está a punto de hacer algo imperdonable.

Y aún así… no dudé.

Revisé el sobre que Ruiz había dejado sobre el tocador. No era dinero. Era información. Fotos, planos, nombres. Dossiers con más detalles de los que cualquier extraño debería tener sobre Carlo y sus negocios.

Ruiz no era un simple tipo con ambiciones. Estaba en otra liga. Y eso me hizo sonreír.

Porque si él cree que puede usarme… entonces, tal vez yo también pueda usarlo.

Flashback

Dos semanas antes…

Carlo ya no me toca como antes.

Y cuando lo hace, no es con deseo. Es con propiedad. Como si me estuviera recordando que soy suya, incluso cuando ya no le importo.

—No me mires así —me dijo esa noche, mientras encendía un cigarro con los dedos manchados de sangre ajena—. No olvides que si seguís brillando, es porque yo mantengo encendidas tus luces.

Yo no dije nada. Aprendí a quedarme callada cuando la violencia empieza a susurrar en el tono.

Ese día me dejó un moretón en el brazo. No porque me golpeara fuerte. Fue peor: me apretó como si quisiera marcarme para que nadie más se acercara. Una advertencia silenciosa.

Después me arrojó un fajo de billetes sobre el tocador.

—Comprate algo lindo. No quiero que parezcas una mendiga en la tarima.

Ese era Carlo ahora.

No el hombre que me prometió escapar juntos cuando la policía lo tuviera contra las cuerdas.

No el que me escribía canciones borracho, llorando en el sofá.

Ahora era solo un monstruo que se cansó de su mascota favorita.

Y yo… yo me volví invisible en su mirada.

Regreso al presente:

Por eso, cuando Ruiz me habla de oportunidades, no me río. No me dejo engañar por su perfume caro ni por sus modales de lobo en jaula dorada. Lo escucho. Porque sé lo que significa ver a alguien caer desde adentro. Y porque yo también tengo mis propias razones para ver arder todo.

Al salir del camarín, algo me inquietó. Un movimiento en la sombra del pasillo, una figura que se escabulló demasiado rápido. El tipo de presencia que se entrena para pasar desapercibida… y falla cuando se topa con alguien como yo.

Está claro que Ruiz no llegó solo, que lo están observando, y sé que ahora también me están observando a mí. Bien. Que miren. Van a tener un show que no se van a olvidar nunca.

....

Dicen que una mujer inteligente sabe cuándo marcharse.

Pero no te enseñan qué hacer cuando no tenés a dónde ir.

A Carlo lo conocí hace diez años, cuando yo bailaba en un antro todavía peor que este. Tenía diecinueve y hambre en los huesos. Él llegó como lo hacen los salvadores: traje negro, reloj reluciente y la sonrisa de quien nunca espera que le digan que no. Me prometió escenario nuevo, camerino propio y seguridad. Y yo, que ya sabía que las promesas valen menos que el rouge barato, igual le creí.

No porque fuera estúpida, porque estaba quebrada, y cuando alguien te ofrece una versión menos miserable de tu miseria, la aceptás. Aunque tenga fecha de vencimiento.

La verdad es que al principio, Carlo era generoso. Me regalaba vestidos caros, me mostraba en sus reuniones como si yo fuera su musa y no su sirena de advertencia. Me decía que me amaba como nadie. Yo lo escuchaba, sonreía, y me decía a mí misma que tal vez esta vez, sí. Tal vez esta vez iba a estar bien.

Pero el cariño tiene patas cortas. Y las mentiras, una memoria demasiado buena.

Todo empezó a cambiar cuando él empezó a fallar en las noches. Ya no me acompañaba al club. Ya no se quedaba tras bambalinas, fumando puros y aplaudiéndome como un idiota. Empezó a llegar tarde, borracho, con manchas de labial en el cuello. Me miraba como si fuera otra, como si le doliera verme seguir brillando mientras él se apagaba.

Una noche le pregunté si me seguía amando. Lo hice con voz baja, desnuda en nuestra cama, después de un silencio largo.

—No seas ridícula, Lorena —respondió—. El amor es para los que tienen tiempo.

Desde entonces, aprendí a callar.

A disfrazar los vacíos con pestañas postizas y perfume dulce.

A soportar sus cambios de humor, sus arranques de celos, sus silencios de castigo.

Porque en su mundo, yo era un trofeo que empezó a estorbar.

Un trapo que antes colgaba con orgullo y ahora usaba para limpiar su propia suciedad.

Me prometí a mí misma que no iba a ser una más de esas que terminan llorando en el baño de un boliche. Que si iba a quedarme, sería con la cabeza en alto y el corazón blindado.

Pero la rabia no siempre arde. A veces se enfría. Se vuelve hielo.

Y el hielo, cuando se rompe, corta más profundo.

….

Hoy, cuando lo vi desde lejos hablando con sus hombres, con esa forma de moverse como si nada pudiera tocarlo, sentí algo que no había sentido en mucho tiempo:

Indiferencia.

Ya no lo deseo. Ya no lo temo. Lo reconozco, eso sí. Como se reconoce a un lugar donde alguna vez se durmió sin abrigo.

Y cuando me cruzo a Ruiz en el pasillo del club, con su sonrisa que huele a trampa y a cigarro, no aparto la mirada.

Porque lo que tengo con Carlo ya no es vínculo. Es un cadáver.

Y yo… estoy cansada de velar lo que no respira.

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