Narra Lorena.
Yo… no creo en las coincidencias, y mucho menos en los hombres con trajes caros y sonrisa de lobo. Ruiz apareció en el cabaret como una tormenta en plena madrugada: sin aviso, sin disculpas, y con esa forma de mirar que incomoda. Como si ya supiera algo de vos que todavía no dijiste en voz alta. A mí no me impresionan fácil. Aprendí a mirar desde los espejos sin que me noten, a detectar el peligro en los detalles. La forma en que alguien entra a un lugar, cómo inclina la cabeza cuando escucha tu nombre, si le habla primero al camarero o te clava los ojos como si ya fueras suya. Ruiz… Ruiz no vino a ver un show. Vino a verme a mí. Lo supe apenas pidió ese trago sin despegar los ojos de los míos. Como si no le importara un carajo que estuviera bailando con las piernas abiertas sobre una tarima de metal oxidado. Como si lo suyo no fuera deseo, sino estrategia. Y lo más jodido es que eso fue lo que me gustó. La mayoría de los hombres que pasan por este lugar vienen a olvidar. Ruiz vino a recordar. A marcar territorio. A leerme como si tuviera el guion de mi vida tatuado en la espalda. No soy estúpida. Cuando alguien como él aparece en la puerta, es porque algo se va a romper. Tal vez por eso me acerqué. Porque lo vi venir con su plan bajo el brazo, con la lengua afilada y las intenciones ocultas. Porque me recordó que sigo viva. Que puedo provocar. Que todavía hay fuego. —¿Un trago para mí? Qué caballero —le dije con una media sonrisa, sabiendo que ya me tenía medida, pero que no sabía que yo también lo estaba midiendo a él. Me habló de Carlo como si supiera todo. Como si fuera uno más de esos buitres que esperan ver sangre en el agua. Pero Carlo no se muere fácil. Y yo menos. Ruiz quiere tumbarlo. Lo noto. Lo huele. Y lo que aún no entiende es que Carlo me construyó para sobrevivirle. Pero si Ruiz es inteligente —y me temo que lo es— sabe que no se le gana a un tipo como Carlo desde afuera. Por eso vino por mí. Porque soy su grieta. Y aunque no lo diga, quiere que yo le abra la puerta desde adentro. Yo, Lorena. La bailarina. La que todos miran pero nadie ve. ¿La parte divertida? Que él cree que tiene el control. Qué adorable. Esa noche, después de hacer mi número, fui directo a los camarines. Cerré la puerta y dejé caer la bata sobre la silla. La luz de los espejos me devolvió el reflejo de una mujer que está a punto de hacer algo imperdonable. Y aún así… no dudé. Revisé el sobre que Ruiz había dejado sobre el tocador. No era dinero. Era información. Fotos, planos, nombres. Dossiers con más detalles de los que cualquier extraño debería tener sobre Carlo y sus negocios. Ruiz no era un simple tipo con ambiciones. Estaba en otra liga. Y eso me hizo sonreír. Porque si él cree que puede usarme… entonces, tal vez yo también pueda usarlo. Flashback Dos semanas antes… Carlo ya no me toca como antes. Y cuando lo hace, no es con deseo. Es con propiedad. Como si me estuviera recordando que soy suya, incluso cuando ya no le importo. —No me mires así —me dijo esa noche, mientras encendía un cigarro con los dedos manchados de sangre ajena—. No olvides que si seguís brillando, es porque yo mantengo encendidas tus luces. Yo no dije nada. Aprendí a quedarme callada cuando la violencia empieza a susurrar en el tono. Ese día me dejó un moretón en el brazo. No porque me golpeara fuerte. Fue peor: me apretó como si quisiera marcarme para que nadie más se acercara. Una advertencia silenciosa. Después me arrojó un fajo de billetes sobre el tocador. —Comprate algo lindo. No quiero que parezcas una mendiga en la tarima. Ese era Carlo ahora. No el hombre que me prometió escapar juntos cuando la policía lo tuviera contra las cuerdas. No el que me escribía canciones borracho, llorando en el sofá. Ahora era solo un monstruo que se cansó de su mascota favorita. Y yo… yo me volví invisible en su mirada. Regreso al presente: Por eso, cuando Ruiz me habla de oportunidades, no me río. No me dejo engañar por su perfume caro ni por sus modales de lobo en jaula dorada. Lo escucho. Porque sé lo que significa ver a alguien caer desde adentro. Y porque yo también tengo mis propias razones para ver arder todo. Al salir del camarín, algo me inquietó. Un movimiento en la sombra del pasillo, una figura que se escabulló demasiado rápido. El tipo de presencia que se entrena para pasar desapercibida… y falla cuando se topa con alguien como yo. Está claro que Ruiz no llegó solo, que lo están observando, y sé que ahora también me están observando a mí. Bien. Que miren. Van a tener un show que no se van a olvidar nunca. .... Dicen que una mujer inteligente sabe cuándo marcharse. Pero no te enseñan qué hacer cuando no tenés a dónde ir. A Carlo lo conocí hace diez años, cuando yo bailaba en un antro todavía peor que este. Tenía diecinueve y hambre en los huesos. Él llegó como lo hacen los salvadores: traje negro, reloj reluciente y la sonrisa de quien nunca espera que le digan que no. Me prometió escenario nuevo, camerino propio y seguridad. Y yo, que ya sabía que las promesas valen menos que el rouge barato, igual le creí. No porque fuera estúpida, porque estaba quebrada, y cuando alguien te ofrece una versión menos miserable de tu miseria, la aceptás. Aunque tenga fecha de vencimiento. La verdad es que al principio, Carlo era generoso. Me regalaba vestidos caros, me mostraba en sus reuniones como si yo fuera su musa y no su sirena de advertencia. Me decía que me amaba como nadie. Yo lo escuchaba, sonreía, y me decía a mí misma que tal vez esta vez, sí. Tal vez esta vez iba a estar bien. Pero el cariño tiene patas cortas. Y las mentiras, una memoria demasiado buena. Todo empezó a cambiar cuando él empezó a fallar en las noches. Ya no me acompañaba al club. Ya no se quedaba tras bambalinas, fumando puros y aplaudiéndome como un idiota. Empezó a llegar tarde, borracho, con manchas de labial en el cuello. Me miraba como si fuera otra, como si le doliera verme seguir brillando mientras él se apagaba. Una noche le pregunté si me seguía amando. Lo hice con voz baja, desnuda en nuestra cama, después de un silencio largo. —No seas ridícula, Lorena —respondió—. El amor es para los que tienen tiempo. Desde entonces, aprendí a callar. A disfrazar los vacíos con pestañas postizas y perfume dulce. A soportar sus cambios de humor, sus arranques de celos, sus silencios de castigo. Porque en su mundo, yo era un trofeo que empezó a estorbar. Un trapo que antes colgaba con orgullo y ahora usaba para limpiar su propia suciedad. Me prometí a mí misma que no iba a ser una más de esas que terminan llorando en el baño de un boliche. Que si iba a quedarme, sería con la cabeza en alto y el corazón blindado. Pero la rabia no siempre arde. A veces se enfría. Se vuelve hielo. Y el hielo, cuando se rompe, corta más profundo. …. Hoy, cuando lo vi desde lejos hablando con sus hombres, con esa forma de moverse como si nada pudiera tocarlo, sentí algo que no había sentido en mucho tiempo: Indiferencia. Ya no lo deseo. Ya no lo temo. Lo reconozco, eso sí. Como se reconoce a un lugar donde alguna vez se durmió sin abrigo. Y cuando me cruzo a Ruiz en el pasillo del club, con su sonrisa que huele a trampa y a cigarro, no aparto la mirada. Porque lo que tengo con Carlo ya no es vínculo. Es un cadáver. Y yo… estoy cansada de velar lo que no respira.Narra Ruiz. No me gusta que me revisen las cosas, ni en sentido literal, ni en sentido figurado, pero especialmente lo primero. Esa noche, después del tercer whisky y antes de que el hielo se derritiera del todo, le dije que me esperara en el sillón de mi cuarto. Un cuartucho en el hotel de siempre, con olor a tabaco rancio y alfombra vieja, pero con una vista directa al cabaret, como si eso hiciera todo más cómodo. Yo necesitaba mear, limpiarme un poco el sudor de la noche y volver al ruedo con la mente fría. No habrán pasado ni cinco minutos. Pero cuando volví, algo estaba fuera de lugar. Ella seguía ahí, sentada con las piernas cruzadas como si nada. Como si nunca se hubiera levantado. Como si no tuviera ni una puta idea de dónde guardo yo mis papeles. Demasiado quieta. Cerré la puerta y me quedé observándola desde el umbral. El espejo del baño me había devuelto mi reflejo con una gota de sangre seca en la mandíbula —recuerdo de un ajuste de cuentas temprano—, pero eso no me
Narra Lorena. Dicen que para salir del barro hay que ensuciarse un poco más. Yo aprendí a revolcarme con estilo. Ruiz no es tonto. Por eso lo beso más fuerte. Por eso le muerdo los labios como si fueran míos. Porque sé que cada caricia lo hace bajar un poco la guardia, y cada jadeo le nubla la vista justo donde necesito que deje de mirar. Cuando me levanta, cuando me apoya contra esa cama que no es suya ni mía, solo una excusa en medio de la guerra, yo no estoy pensando en su cuerpo. Estoy contando segundos. Midiento reacciones. Buscando grietas. Porque mientras él me recorre con manos firmes, yo repaso mentalmente cada cosa que escondía en su chaqueta. La foto arrugada del viejo al que mandaron a dormir bajo tierra. El papelito con una dirección anotada a mano. Una llave. Una marca. Una pista. Y entonces sus labios bajan por mi cuello y yo me arqueo, exagerada, como si eso me dominara. Pero no me domina. Solo me despierta algo que hace rato tenía dormido, y eso es jod
Narra Lorena. Más tarde… Cuando mis tacos pisan el suelo de mármol falso del salón principal, algo en mi pecho se afloja. No es alivio. Es ese tipo de vacío que aparece cuando sobrevivís a una tormenta pero sabés que otra viene detrás. Me siento en el borde del escenario, donde hace unas horas bailaba envuelta en lentejuelas y mentiras, y me saco los zapatos con rabia. Me lastiman. Me cortan como las palabras de Carlo. Y ahí, sin querer, sin buscarlo, se me cuela un recuerdo. Uno de esos que todavía no logro expulsar del cuerpo. Fue hace años… Carlo tenía el pelo más largo y menos odio en la mirada. Me recogía en la puerta del hostel con un ramo de flores robadas de alguna plaza y un cigarrillo en la comisura de los labios. Yo venía de bailar por monedas en bares pegajosos, y él… Él me hizo sentir, por primera vez, que no era desechable. —Con ese cuerpo, nena, vas a tener el mundo a tus pies. Pero primero… te lo doy yo. Me reí en su cara, como hago siempre que me quieren vend
Narra Ruiz.Hay algo en el silencio que me irrita más que un balazo mal dado.Cuando alguien como Lorena no da señales de vida después de una noche así, no es prudencia, no es distancia. Es ruido disfrazado. Es tormenta a punto de caer.Mi celular vibra sobre la mesa mientras el café se enfría.Es Lázaro, uno de mis ojos en la calle. Tiene ese talento para pasar desapercibido entre los hombres con trajes caros y las prostitutas con maquillaje corrido. Un soplón discreto, eficiente, y sobre todo, barato.—Hablá —le digo sin preámbulos.—Anoche la vi salir. Cruzó directo al cabaret. Carlo la esperaba en su oficina. Entró sola. Nadie más.—¿Y?—Estuvo ahí adentro como media hora. Cuando salió, tenía la cara dura, apretaba los puños. El hijo de puta le gritó. Se escuchó desde el pasillo. Nadie quiso meterse. Vos sabés cómo son con Carlo…—¿La tocó?—No lo vi, pero… la forma en que caminaba. Como si estuviera conteniéndose de romper algo. No se quedó. Se fue directo a su edificio.Me froto
Narra Lorena.Hay noches que se sienten como una cuerda tensa sobre la garganta.No importa cuán alto camines, sabés que un paso en falso te va a partir el cuello.Esta noche es así.El departamento está oscuro cuando salgo. Me dejo el maquillaje puesto, el escote lo suficientemente marcado como para no parecer desesperada pero sí convincente. Las medias me ajustan como un secreto. No soy tonta: sé qué efecto tengo. Y sé lo que quiero sacar de eso.Ruiz cree que me está moviendo como una pieza.Carlo cree que sigo en su bolsillo, aunque me grite, me humille, me mire como si ya no sirviera ni para adornar la puta barra de su club.Pero ninguno de los dos me conoce realmente.No saben que esta vez, soy yo la que mueve las fichas.Camino por el pasillo trasero del cabaret. El mismo que usaban para sacar cuerpos cuando las cosas se ponían feas y no querían escándalos. Ahora, más que nunca, se siente como una trinchera.Una de las bailarinas, Nadia, me espera con los ojos hinchados y la vo
Narra Ruiz.Gonzales es un cabrón elegante.De esos que usan traje incluso para ir a mear.Perfume caro, zapatos lustrados, dientes falsos que brillan más que sus verdaderas intenciones.Nos encontramos en el privado de un restaurante italiano, uno de esos lugares donde los camareros no ven nada, y si ven, aprenden a olvidarlo.El vino ya está servido cuando llego. A mí no me gusta el vino. Pero me lo tomo igual.—Ruiz —dice Gonzales, estirando la mano como si estuviéramos en un puto acto protocolar—. Qué gusto.—El gusto, como siempre, es caro —respondo, dándole una sonrisa torcida.Nos sentamos.Santino habla sin apurarse, como si todo el tiempo del mundo le perteneciera. Me pregunta por negocios, por números, por rumores.Yo le tiro migajas.No vine a hablar de mí.—Carlo se está oxidando —le digo, directo.Él alza una ceja.—¿Oxidando?—Se mueve lento. Se rodea de escoria. Y encima tiene un problema que ya le entró en la cama.—¿Una mujer?—Lorena. —No necesito decir su apellido.
Narra Lorena.A veces, para seguir viva, hay que matar más de una vez.Los pasos de Boris suenan antes de que golpee la puerta.No me hace falta verlo para saber que es él.Lo presiento en el aire, en esa forma densa y áspera en la que el ambiente se espesa cuando un animal salvaje entra a la jaula.No me pregunto cómo llegó hasta acá. No me importa si Carlo le dio una llave, o si sobornó al portero.Me importa el porqué. Y eso también lo sé.Carlo lo manda cuando no quiere ver la sangre, pero sí olerla desde su oficina.Y esta vez, la sangre que quiere…es la mía.……….—Tenés cinco segundos para explicarte, Boris.—No vine a hablar.Su voz es la de siempre. Ronca. Desabrida. Como si hubiera nacido mascando vidrio.Pero tiene algo distinto. Un brillo en los ojos. Como un nene en Navidad.Como si matar mujeres fuera un hobby para él. Y justo hoy, le tocó su favorita.—¿Por Nadia, no? —pregunto, girándome despacio. Estoy en mi cocina. Estoy desarmada. En apariencia.—No fue por eso que
Narra Ruiz.El caos es un dios salvaje, y yo le rezo con los dientes apretados.A veces las guerras no comienzan con bombas. Empiezan con el silencio quebrado por un grito que nadie espera.—Lo mató, jefe. A Boris. Ella lo mató.Esa frase me llega desde el celular como una descarga eléctrica directa a la espina dorsal.Estoy en el bar del hotel, mirando a Santino revolver su whisky con cara de estatua. Hace dos horas que intento convencerlo de que Carlo está terminado, podrido por dentro, y que si quiere seguir haciendo dinero, debe cambiar de bando.Pero es ese mensaje el que termina de poner las piezas en su sitio.—¿Estás seguro? —pregunto, sin mover un solo músculo del rostro.—Sí. Un balazo. En el pecho. En el lugar donde se escondía la bailarina. Nadie la encuentra, jefe. Está desaparecida. Los hombres de Carlo están como locos. El cabaret está cercado.Cierro los ojos.La veo.A Lorena.Sola. Cansada. Manchada de sangre.Y sin embargo viva.Más viva que nunca.Carlo está en lla