562. La manipulación íntima.
Narra Ruiz
El hospital se adormece a la hora en que los pasillos quedan vacíos, cuando los médicos ya se esconden en sus oficinas y solo quedan las sombras largas de las monjas que van de cuarto en cuarto como espectros con hábito, apagando luces y murmurando plegarias que nadie escucha. Yo, desde mi cama, juego con esa quietud como quien acaricia un arma: sé que en la calma aparente siempre se esconden las mejores oportunidades, esas que se dejan tomar solo por el que sabe esperar.
El pecho me duele, o al menos eso finjo. No es un dolor insoportable, pero sí el suficiente para servirme de excusa. Hago un gesto, me llevo la mano a la camisa, dejo escapar un quejido suave, lo bastante convincente como para que ella, la más joven, la que ya aprendí a leer como si fuera un libro mal escrito, entre en escena con la ansiedad de quien no sabe si viene a curar o a pecar.
—¿Está bien? —pregunta, y su voz se quiebra un poco, como si la preocupación le tironeara las cuerdas vocales.
—Es un tiró