Yo no suelo perder el control. Es una regla silenciosa que aprendí de niño, rodeado de hombres que castigaban el más mínimo error. Me entrenaron para liderar, para mandar, para resistir. Pero cuando la vi de pie en la entrada de aquel refugio destartalado, su imagen me golpeó como una bala en el pecho.
Selene.
No la había visto desde el funeral de sus padres. Entonces era frágil —demasiado elegante para su edad, demasiado callada para no estar rota—. Pero hoy… hoy era distinto. Ya no dolía solo mirarla. Dolía imaginar todo lo que había soportado para terminar así.
—¿Mi primo te envió? —preguntó, avanzando hacia mí.
Llevaba una sudadera gris que le colgaba como si no fuera suya, unos vaqueros gastados y un maquillaje mal aplicado que no podía ocultar la pequeña cicatriz junto a su ojo izquierdo. Y aun así seguía siendo hermosa, como si hasta la miseria se negara a borrarla por completo.
—¿Nathan te envió? —insistió. Su voz no era firme; estaba tensa y seca.
Mentí sin dudarlo.
—Sí. Me pidió que viniera por ti.
No lo había hecho. No lo haría. Nathan no quería verla, y por más que lo intenté nunca entendí por qué.
Selene me miró como si no supiera si correr o quedarse. Su desconfianza era tan fuerte como su sorpresa. Finalmente, asintió.
—Deberíamos irnos —dije.
No respondió. Sostenía a su hijo con esa desesperación silenciosa de quien lo ha perdido todo menos eso. Su cuerpo parecía mantenerse en pie solo por la fuerza con la que lo apretaba contra su pecho. No podía dejar de mirarla. Su mirada estaba vacía, como si su alma se hubiera resquebrajado y solo quedara el instinto de ser madre.
Ya en el coche, habló.
—¿Podemos volver luego? Quiero despedirme de Roxy… ella fue quien me ayudó a llegar aquí.
—Por supuesto —dije, mintiendo otra vez. No tenía intención de permitirle regresar a ese lugar.
Se acomodó en el asiento, exhausta.
—Gracias por venir —murmuró en voz tan baja que apenas la oí—. Sabía que Nathan aún se preocupaba.
Apreté con fuerza el volante. La verdad me subía a la garganta, pero la tragué.
No sabes nada.
—¿Tienes hambre? Podemos parar a comer algo.
—No quiero molestarte. Me conformo con lo que haya en casa de Nathan. Como agradecimiento.
—Nathan no está en Estados Unidos —dije—. Viajó a Japón.
Ella bajó la mirada —nerviosa, herida— y no insistió. La verdad era más cruel que cualquier explicación: Nathan la había borrado de su vida sin dar razones. Y yo… yo me había cansado de esperar a que él actuara.
—¿Cómo se llama? —pregunté, aunque ya lo sabía.
—Theo. Tiene nueve meses. Es… mi vida entera.
Miré al bebé. Tenía los ojos de Edmund Ravenshire —los ojos de ese bastardo—. Pero el cabello… el cabello era de Selene. Castaño oscuro, suave, el mismo que yo solía jalar cuando la molestaba de niño. Era un detalle trivial, pero me desarmó.
—Se parece a ti —murmuré.
Ella asintió pero no sonrió. La tristeza volvió a llenar su rostro y los celos me hirvieron por dentro. Ese bebé, ese lugar a su lado… deberían haber sido míos. Yo fui quien la vio primero. Quien la quiso primero. Pero hicimos un pacto estúpido —Grayson, Ethan y yo: ninguno de los tres tocaría a Selene. Ninguno se acercaría. Por respeto, por lealtad, por amistad. Ahora me odiaba por haber cumplido ese pacto.
—¿Pasamos a comprar pañales y leche para él? —pregunté, tratando de sacudir mis pensamientos.
—Solo pañales. Theo toma pecho.
El aire se me fue de los pulmones. No lo esperaba. No había imaginado… eso.
—¿Vas a… darle pecho aquí?
—Solo si es necesario. Serán unos minutos, y tengo algo con qué cubrirme —dijo, mostrando una manta con la misma calma con que alguien habla del clima.
—No tienes que explicarlo.
Pero sí lo hacía. Por dentro, estaba perdiendo la claridad. No podía dejar de imaginar su piel, su pecho, su boca calmando a ese niño. No era deseo lo que me recorría; era un nudo de ternura, rabia y algo más profundo que no sabía nombrar.
—Sé que algunos hombres se sienten incómodos —añadió, mirándome de reojo—. Pero si no lo alimento cuando lo necesita, se descontrola. Y créeme, no es un espectáculo. Es solo… lo que necesita.
Asentí sin decir nada. Me sentía torpe y fuera de lugar —un estado que nunca había experimentado.
Entramos a la tienda. Apenas cruzamos la puerta, Theo empezó a llorar. Me tensé; no estaba preparado para ese sonido. Era ajeno a mi mundo de oficinas, contratos y decisiones, pero cuando Selene lo acunó y lo calmó con esa paciencia serena que parecía de otro mundo, algo dentro de mí se movió. No podía apartar los ojos de ella.
De vuelta en el coche, me pidió un momento.
Se acomodó con cuidado, sacó la manta y comenzó a amamantar a Theo. Me quedé inmóvil. No era la idea de su pecho desnudo lo que me dejaba sin aliento esta vez. Era su expresión: la paz, la ternura, la fuerza de su vínculo.
La imagen de una mujer que había sobrevivido al infierno… y aún así encontraba la capacidad de amar.
Cuando terminó, Theo dormía profundamente. Selene lo sostuvo con suavidad y me miró.
—Gracias por venir —susurró—. Y gracias por pagar las cosas. No sé qué habría hecho si—
—Ahora estás a salvo —la interrumpí. No podía soportar oírla terminar esa frase.
Encendí el motor pero no arranqué. Miré la carretera, sintiendo el peso de lo que debía hacer asentarse sobre mí. Había mucho que preparar: una cuna, ropita diminuta, un cochecito, una bañera para bebé, quizá uno de esos móviles que giran sobre la cuna. Nada de eso estaba en mi mundo, pero lo aprendería.
Sería un mejor padre para Theo que su padre biológico. De eso estaba seguro.
Solo tenía que convencer a su madre de que me pertenecía.
¿Qué tan difícil podía ser?