AMADA POR EL TRIO DE MILLONARIOS
AMADA POR EL TRIO DE MILLONARIOS
Por: Lulival
Prólogo

—No vas a ir a ninguna parte —me dijo Edmund sin alzar la voz, sin siquiera mirarme. Su tono era tan plano como el mar aquella tarde. Sin olas. Sin viento. Sin alma.

—No te pedí permiso.

—Eso no importa. No necesitas hablar para provocar. Tu mera existencia es un agravio constante.

Me observaba desde el otro extremo de la cubierta como si yo fuera una molestia menor. Como si su opinión fuera una verdad universal. Como si tuviera derecho a dictar mi destino… y yo la obligación de obedecer.

—Bajemos —añadió, esta vez sin sonreír—. Quiero hablar contigo. A solas.

Y por “hablar” siempre se refería a una sesión cuidadosamente planificada de castigo. De control. De destrucción medida.

Edmund Ravenshire no era impulsivo. Era meticuloso, metódico, paciente. Muy inteligente. Nunca dejaba huellas visibles. Sus golpes no tocaban mi cara ni me rompían los huesos. Sabía exactamente cómo quebrarme. Cómo dejarme al borde del colapso para que nadie pudiera acusarlo. Solo dejaba marcas donde nadie pudiera verlas.

—Facilítalo —dijo, acercándose lentamente—. Sabes cómo termina esto cuando te resistes.

—¿Y si esta vez no termina?

—¿Estás insinuando que tienes elección?

—Estoy insinuando que esta vez… no me importa si me matas.

Me abofeteó tan rápido que no lo vi venir. Mi cabeza giró y el mareo llegó antes que el dolor. Pero no caí. No esta vez.

—¿Me desafías, Selene? —preguntó con ese tono venenoso que usaba cuando oscilaba entre el placer y la furia—. ¿Después de todo lo que he hecho por ti?

—¿Hecho por mí? ¿Encerrarme? ¿Torturarme? ¿Hacerme suplicar por aire? No confundas sadismo con cuidado.

—No soy un sádico —respondió, aunque sus ojos lo contradecían—. Solo disfruto del orden. Y tú… tú eras un caos que acogí por compasión.

Me reí. Me reí con la poca fuerza que me quedaba.

—No, Edmund. Me elegiste porque sabías que nadie vendría a salvarme. Porque sabías que nadie me creería. Porque soy la Ashford solitaria, la huérfana, la que no tiene adónde correr cuando grita pidiendo ayuda.

Entonces sonrió. No porque mis palabras le dolieran. Sonrió porque sabía que era verdad.

—Y sin embargo, sigues aquí. Porque me necesitas.

—No. Estoy aquí porque he estado sobreviviendo. Pero hoy… se acabó.

Intentó arrastrarme hacia el camarote. Me resistí. Forcejeamos. Era más fuerte, pero yo estaba harta. Y a veces, estar harta te da fuerza.

—¡Suéltame!

—¡Maldita sea, te comportas como una perra callejera!

—¡Y tú como un psicópata elegante con diploma!

El golpe me dio directo en el estómago. Perdí el aire. Me doblé. Me empujó contra la pared. Su brazo alrededor de mi cuello.

—Voy a enseñarte a respetar —dijo entre dientes—. Esta vez entenderás quién manda.

Sus dedos apretaban fuerte, pero no tanto como la última vez. Estaba confiado. Creía que me desmayaría otra vez como siempre, que me levantaría con la voz rota y la voluntad hecha trizas.

Pero esta vez, mis manos no temblaron.

Agarré el tubo metálico que sobresalía del borde del mástil. Lo levanté sin pensar.

—Nunca más vas a encerrarme.

Y golpeé.

Una vez.

Otra vez.

Y otra vez.

—¡Selene! ¿Qué demonios estás haciendo? —gritó tambaleándose.

—Lo que debí hacer la primera noche que me pusiste una mano encima.

Cuando se incorporó, tropezó, dio un paso atrás y la barandilla cedió bajo su peso. No gritó. Simplemente cayó, y yo vi su cuerpo desaparecer en el agua. Esperé. Busqué señales pero no había ninguna.

No sentí alivio ni culpa, solo una calma extraña.

Respiré hondo y seguía de pie. Seguía viva y, por primera vez en años, también era libre.

Salté al agua sin pensar. Nadé sin mirar atrás. Llegué a la orilla antes de que el sol se pusiera, y al llegar a casa me duché. Cuando me preguntaron por Edmund, simplemente dije:

—Salió a navegar. Estaba molesto. No sé cuándo volverá.

No era exactamente una mentira.

Esa noche, cuando el reloj marcó la medianoche y no había señales de él, una tormenta brutal azotó la ciudad. Los relámpagos desgarraban el cielo, los truenos hacían vibrar las ventanas, el viento se colaba por las rendijas de la casa como buscando respuestas.

No dormí.

Al amanecer fingí ignorancia cuando mi suegra me preguntó:

—¿Dónde está mi hijo?

—No lo sé. Salió a navegar anoche. Estaba molesto. No regresó.

—¿Eso no te alarmó?

—No me sorprende. Casi no me comparte detalles. De nada. Usted lo sabe bien.

Guardó silencio; sabía lo que su hijo me hacía. Sabía del abuso, pero mientras las apariencias se mantuvieran intactas, prefería callar.

Al final fue ella quien notificó a las autoridades, no yo. Ella los condujo al área donde Edmund solía navegar. Lloró ante la prensa, pidió discreción, exigió tiempo. Yo no dije nada, no aparecí en público, me limité a cuidar de mi hijo, a sobrevivir y fingir.

Pasaron los días. Luego las semanas.

Cuando hallaron el yate a la deriva cerca de una isla sin nombre, cuando confirmaron que el motor había fallado, que no había señales de lucha, ni sangre, ni cuerpo… la versión oficial fue un accidente en el mar.

Mi suegra se desplomó y yo aproveché.

Esa misma noche, mientras ella lloraba en la capilla familiar y el personal evitaba mirarme, entré en el despacho de Edmund. Tomé mi pasaporte, el de Theo, algo de dinero y los documentos con mi apellido de soltera.

Miré por última vez la cuna de mi bebé y aquella habitación donde había dormido dos años con un hombre que nunca me amó, que solo me tomó por la fuerza. Cerré la puerta sin hacer ruido, sin despedidas. Cuando abordé el avión a Nueva York, todo lo que sentí fue miedo.

Pero aun así, tenía que seguir —por Theo y por mí, por la Selene que ya no esperaría ser salvada.

Dejaba atrás un cadáver sin cuerpo y él no volvería.

¿O sí?

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