Dormimos juntas esa noche otra vez con Isabella, ya se había hecho costumbre. Me hacía sentir tranquila y a ella también.
Intenté imaginar a quién se parecería nuestro hijo. ¿A él, con esa cara de culo que ponía a todos nerviosos? ¿O a mí, terca como una mula?
—¿Cómo se va a llamar? —preguntó Isabella, medio dormida.
—No lo sé —susurré.
Bueno, al menos ya no era el miedo lo que nos rodeaba. Había un poco más, algo más lindo en que pensar. Algo más que nos daba fuerzas para seguir, para imaginar un futuro y me estaba pateando las costillas.
Alessandro tenía otra cara, también. Era increíble cómo un bebé, chiquitito, que no nacía podía modificar la atmósfera de una casa que se sentía como una tumba. Hasta Tino dejó de decirme «señora», volví a ser Victoria. Fabiola seguía pegada a mí, pero con otra energía, casi con alegría.
La escuché en la puerta cuando bajé a desayunar. La gitana. Pedía hablar conmigo y no querían dejarla entrar, Fabiola trataba de echarla con la delicadeza que le sa