Otra reunión con todos esos viejos. Otra vez. La mesa llena de sus caras arrugadas, buscando dónde clavarme los dientes. Y estaba cansada, agotada. Los pies hinchados me dolían, no aguantaba más estar parada, estar sentada, estar. La panza cada vez más grande me tiraba hacia adelante. Me costaba respirar, me costaba moverme, me costaba todo.
Una vez cada quince días venían a ver si ya me había desmoronado, si ya me había rendido. De a poco me acostumbraba a sus miradas: una mujer sentada en la cabecera. Una viuda embarazada jugando a ser jefa. No sé si querían intimidarme, hacerme pasar por débil o qué. Pero así era eso, constantemente. Cada quince días, mismo horario, mismas caras, misma mierda.
Cuando Massimo hacía estas reuniones era diferente. Se sentaba en la cabecera con ese traje negro, un habano entre los dedos. No decía mucho. Solo miraba. Y alcanzaba. Los viejos hablaban, discutían, se peleaban entre ellos, pero al final todos esperaban que él asintiera con la cabeza.
A vece