La Gala

Ni siquiera golpeó. Yo estaba frente al espejo, cuidando que el vestido no tuviera una sola arruga, y él entró como si nada. Me hizo dar un salto.

—Te queda bien —dijo clavándome los ojos.

—¿No tocas antes de entrar?

—Es mi casa —se acercó—. Y aquí vas a seguir mis reglas.

Genial. Así que, si estaba depilándome en el baño, podía aparecerse cuando quisiera.

No me moví. No iba a retroceder. Si no aprendía a plantarme, me pasaría por encima cada vez que quisiera. Mafioso o no, no iba a dejar que me hiciera lo que quisiera.

—En público somos pareja. Te tomo la mano, sonríes. Te abrazo, te dejas. No preguntas sobre el negocio. Nunca. Lo que veas aquí, se queda aquí.

Se detuvo a dos pasos. Me miró a los ojos y le sostuve la mirada. Quería intimidarme, hacerme temblar. Y lo que sentía, lo odiaba: tenía efecto sobre mí, pero no como él creía. Era un desconocido, un mafioso, un criminal de cuarta.

—Entiendo.

—Bien. Porque aquí, Victoria —se acercó más, tanto que los pulmones se me llenaron de su perfume—, las cosas se hacen como yo digo. Y es: Si, Signore Galli. No lo olvides.

Sonrió. Idiota.

Salimos de la habitación y me puso la mano en la cintura para guiarme. Desde abajo se oían voces. Tenía que demostrarle, y demostrarme, que podía hacer el papel, que lo mío era actuar.

El comedor principal estaba lleno del tipo de gente que había imaginado. Políticos que reconocía de la televisión, empresarios con cara de tiburón y varios hombres con el mismo gesto serio que Massimo, igual de parcos. Bien vestidos, con miradas medidas, observándose entre ellos.

—Mi compañera, Victoria —me presentó.

Hice lo que me había dicho. Fui cordial, simpática, sonreí y puse cara de póker.

—Encantada —mentí. Encantada estaría de irme por la puerta principal.

Las mujeres no me quitaban los ojos de encima: vestido, joyas, expresión, dónde me sentaba. Todo. Seguro adivinaban quién era yo en la vida del Jefe. Todas arpías acostumbradas a ese mundo.

Massimo corrió una silla junto a él, en la cabecera de la mesa, dándosela de caballero, como si su amenaza de hacía cinco minutos nunca hubiera existido. Giuseppe apareció con el primer plato y otros empleados servían vino que seguramente costaba una fortuna. La conversación giraba en torno a negocios y política. No me interesaba y no quería escuchar.

Traté de desconectarme pensando en mi sobrina mientras comía. Así, al menos, mantenía la vista fija y la boca cerrada.

—¿Y de dónde conoces a nuestro querido Massimo? —preguntó una mujer rubia, cargada de joyas y con una expresión que no me gustó, sacándome de mi burbuja.

Sentí su mano apretándome la pierna por debajo de la mesa. Una advertencia.

—Nos conocimos por casualidad —respondí, tranquila, con una sonrisita.

—Qué romántico —dijo, pero ni ella misma lo creía.

Seguí con el papel. Asentía, no me metía en las conversaciones y respondía solo cuando me hablaban directamente. Justo lo que él necesitaba: una acompañante que se viera bien y no hiciera preguntas.

Y todo con la mano de Massimo todavía en mi pierna. Eso no estaba en el trato. La tenía ahí, relajada, como si mi pierna fuera un apoyabrazos. De pronto movió un dedo sobre la tela, luego otro. ¿Lo hacía a propósito? Sí, seguro quería probarme, ver cómo reaccionaba. Y yo, nada. Quietísima.

A veces lo miraba de reojo, pero él hablaba sin prestarme atención. La cosa se estaba complicando: a lo que ya me provocaba, ahora le sumaba… ¿caricias? Se estaba divirtiendo. El desgraciado se divertía conmigo, buscando que me equivocara.

Llegaron los postres, su mano seguía ahí y yo ya empezaba a sentir calor, cuando una voz suave se escuchó desde la puerta.

—Perdón por la tardanza.

Y así como la puso, la sacó. La mano no estaba más.

Levanté la vista y vi a alguien que parecía sacada de una revista. Treinta y tantos años, quizá menos, pelo rubio impecable, piel de porcelana, ojos azules. Se movía con gracia, con cuidado.

—Bianca —dijo él, poniéndose de pie. El tono le cambió por completo.

—Massimo —se acercó y le dio un beso en cada mejilla, demasiado cerca, demasiado familiar—. No sabía que tenías compañía esta noche.

Sus ojos se posaron en mí. Dos segundos bastaron para que lo viera en su cara: poca cosa.

—Bianca Morelli —se presentó, extendiendo una mano perfecta—. ¿Y tú eres?

—Victoria.

—Un placer conocerte —dijo, con el mismo filo que usó Isabella cuando me llamó puta.

Se sentó al otro lado de Massimo, como si ese fuera su lugar de siempre. No hacía falta ser Einstein para notar cómo los invitados la saludaban con respeto, tratándola como a una reina. Y él, sonriéndole como un idiota.

—¿Hace mucho que están juntos? —preguntó mientras cortaba el postre.

—El tiempo suficiente —respondí con el mismo tono que ella.

—Qué bueno, querido —puso su mano sobre la de él —Mereces ser feliz. Me alegro por ti.

Listo. Si al menos me había prestado algo de atención para que no lo arruinara, Bianca se la llevó en cuanto lo tocó. ¿Para qué me quería, si era evidente que esa mujer estaba interesada en él y él en ella? Hubiera sido más fácil. Después de todo, se conocían, estaban en lo mismo y se trataban como viejos amigos.

El resto de la cena pasó sin más. Bianca hablaba de “los viejos tiempos” con él, mencionaba gente que yo no conocía y lugares donde habían estado juntos. Cada comentario tenía filo. No podía ser solo una invitada cualquiera. Había historia entre ellos.

Alessandro estuvo casi toda la noche en el otro extremo de la mesa, callado, mirándome. Seguro estaba rogando que mi boca no me metiera en problemas. Le vi cada gesto: cómo revoleaba los ojos, cómo me decía cosas sin hablar, queriendo distraerme y relajarme. Buen tipo, con un humor terrible, pero buen tipo.

Cuando los invitados empezaron a despedirse, Bianca fue la última en levantarse. Se acercó mientras Massimo acompañaba a los demás hasta la puerta. Aprovechó esos cinco segundos para dejar caer su máscara.

—Ha sido un verdadero placer conocerte, querida —me susurró al oído, provocándome un escalofrío—. Lástima que solo seas un reemplazo…

Se alejó antes de que pudiera responder, si es que hubiera sabido qué contestar. Caminó hasta él, le dijo algo muy cerca de la boca, le tocó el hombro y se fue.

Vaya loca.

—¿Qué te dijo Bianca? —preguntó Alessandro, desabrochándose por fin el saco.

—No sé, se me hace que le faltan un par de jugadores.

Se rió.

—¿Un par solamente? Todo el plantel, diría yo.

—¿Era la novia de Massimo o tuvieron algo?

—¿Por qué preguntas?

—No sé, me dio la impresión.

—La verdad es que lleva tiempo queriendo atraparlo y él no se deja.

—¿En serio? —eso me sorprendió—. Pero si son iguales.

—Sí, bueno… a mi hermano no le gustan las de ese tipo. Las de “familia”.

—Ah. No le gustan las mafiosas como él.

Más carcajadas. Me contagió y terminamos riéndonos juntos. Ahora podíamos, ya no había nadie.

—Esa boca que tienes un día te va a meter en problemas.

—Si, lo sé. Mira donde por preguntarle a un extraño si no se estaba mueriendo.

No tenía intención de reprocharle nada, pero me salió. Igual, Alessandro se sintió culpable.

—Lo lamento —dijo—. Todo esto es por mi culpa, por mi chiste estúpido.

—¿Qué chiste?

—En realidad… —dudó—. No iba a matarte por haberme ayudado, solo me pareció gracioso ponerte en una situación ridícula.

—¡Eres un idiota! —le grité indignada.

—¡Lo sé! Lo siento de verdad, perdóname.

Definitivamente, lo tenía que matar.

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