La novata y El Jefe

El Dollhouse estaba lleno, no cabía nadie. Al parecer, la nueva atracción de Alessandro estaba siendo un éxito.

Massimo Galli, cabeza de la familia, el hermano mayor de Alessandro. Era raro que apareciera por ese lugar, pero cada tanto pasaba a relajarme, tomarme una copa y disfrutar de las atenciones de Trini.

Entrar a cualquier lugar era una peregrinación de veinte minutos, solo para llegar a sentarme. Los tipos se ponían de pie, me saludaban, me felicitaban por cosas que ni sabía, mostraban respeto y me estrechaban la mano. «El Jefe», así me llamaban.

Recién cuando pude acomodarme en el balcón superior, volvieron todos a su fiesta. Las chicas comenzaron a desfilar y la música sonó otra vez.

—Te está yendo bien —le dije a Alessandro, que apareció con una sonrisa y dos botellas de champagne.

—Es por mi nueva adquisición —respondió, sentándose.

—¿Adquisición? —Miré alrededor buscando qué era lo nuevo.

—No, hermano. Allí en el escenario. Tenemos una chica que es furor entre estos asquerosos. Una «princesita».

—¿Por eso está lleno?

—¡Claro! Se corrió la voz. Ya sabes, carne fresca. Y curiosamente lo hace bien.

Trini me saludaba desde abajo; subió corriendo las escaleras. Cualquier mujer se desesperaría por un poco de mi atención. Tenía más pinta de político o empresario que de criminal, decía Alessandro.

«Siempre elegante, siempre educado. Y atractivo, no para morirse, tienes ese no sé qué, que derrite a más de una. No entiendo cómo sigues soltero. Ya pasó mucho desde esa perra.»

—Señor Galli —dijo Trini con una sonrisa pícara, sentándose en mis piernas.

—Señorita Trini.

—Te extrañé.

—Mucho trabajo —respondí, palmeándole el trasero.

Estaba oyéndola, trataba de sacarme un favor para el hermano, me prometía pagar con caricias, besos y desplegando todas sus «habilidades», cuando Alessandro me tocó el hombro.

—Ahí viene —dijo, entusiasmado.

—¿Quién?

—La princesita.

Se hizo silencio. Los tipos dejaron de hablar, las otras chicas se quedaron mirando. Cabello negro, no llegaba al metro setenta, no decía nada a simple vista. Común y corriente. Apenas se mantenía en pie con los tacones. Pero estaban todos desesperados.

—Es un desastre —dijo mi hermano, divertido—. Pero por alguna razón, a los clientes les gustó desde la primera noche.

Se subió y se movió como pudo, como le salía. Desesperada, torpe. Se tambaleó con los tacones, casi se cayó, pero siguió. Las manos no sabía dónde ponerlas, las caderas se movían por instinto. El vestido era muy corto, muy ajustado, muy todo. Se veía como una puta barata.

—Todas las noches se pone un disfraz de princesa… de esas, de las películas —explicó Alessandro.

—Es novata, no sabe ni moverse —agregó Trini, hastiada.

—La novata me deja un 30 % de cuatro cifras.

Había algo en esa torpeza que los tenía enganchados. O a lo mejor era la ropa: La sirenita, La bella durmiente, Blancanieves. Empezaron todos a aullar como perros.

La miraba desde mi mesa en el segundo piso. Había estado tratando de escuchar lo que me decía Trini, no me importaba, llevaba meses pegándoseme como una garrapata. Cuando pisó el escenario, me olvidé de que ella existía.

Me olvidé de que existía cualquier otra cosa.

Se le notaba, lo nueva. Miraba nerviosa para todos lados, hacía gestos con las manos como queriendo cubrirse. Tino se paró más cerca del escenario y se cruzó de brazos. Pero entonces la música cambió, la vi tomar aire y empezar a moverse más, a menearse más. El gesto de su cara se transformó. No tenía grandes curvas, pero bailaba de una manera peculiar. Era sugerente, sensual y no sexual como lo hacían las otras. Con razón estaban todos así.

Los billetes volaban, pero ella no se detenía para juntarlos. Ni siquiera se acercaba a recibirlos, no se dejaba tocar.

—¿Me estás escuchando? —Trini había seguido mi mirada y ahora me fulminaba—. ¿Esa amateur te parece interesante?

No le respondí. Mis ojos siguieron clavados en la novata hasta que terminó y salió corriendo del escenario como si el lugar se estuviera prendiendo fuego.

Trini se levantó de la mesa y se fue, fastidiada. Ni me di cuenta.

—Después tienen que barrer el piso —Alessandro se reía con ganas. Era un chiste para él.

—¿De dónde salió?

—Es la testigo del otro día, la del callejón.

—Ah.

—No le tembló un pelo, te digo. Iba a dejarla ir, la probé y respondió como debía. Pero se puso altanera y me dio gracia. Así que le dije que, si quería vivir, tenía que bailar aquí por siete noches. Soraya me dijo que anima fiestas infantiles… ¡La princesita!

Típico de él. Se divertía a costa de los demás.

—Le dijiste siete noches.

—Sí. Siete noches y se olvida de lo que vio. Como acordamos.

—No.

—¿No qué?

—Siete noches no alcanzan.

Ni yo sabía lo que estaba pensando. Esta no era como las otras, no era como Trini, ni como la madre de mi hija.

Miré hacia el escenario vacío donde todavía estaban los billetes que habían tirado los clientes.

—Quiero hablar con ella —le dije a Alessandro, parándome.

—¿Para qué?

—Porque sí.

Me miró, él sabía, me conocía. Cuando se me ponía algo en la cabeza nada me lo sacaba. Y lo que tenía en la cabeza era a la princesa del Dollhouse.

—Massimo, es un chiste. Déjala que se vaya, termina en dos días —insistió.

—No. Que vaya a la oficina. ¿Qué sabes de ella?

—Todo. No la iba a meter aquí sin saber quién era.

Subimos. Me contó lo que había averiguado: 26 años, sin padres, una hermana menor separada y una sobrina de nueve. Mesera en un bar y animadora de fiestas infantiles. Sobrevivía con monedas. Se rompía el lomo para ayudar a la hermana; eso era un punto a mi favor.

Le dije a Tino que la vaya a buscar cuando se fueran todos. Quería verla de cerca, hablarle, ofrecerle otra cosa. No sé para qué, no la necesitaba, podía estirar la mano y llevarme a cualquiera de donde sea. Pero tenía que ser ella.

A los cuarenta años, siendo jefe de la familia, con una hija de quince y metiéndome en los juegos estúpidos de Alessandro por una mujer. Tampoco sabía qué quería de ella.

Tendría que haber estado arreglando los problemas del senador y no ahí, sentado detrás del escritorio, esperando verla cruzar la puerta.

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