Alessandro.
Victoria no volvió a hacer la misma desde la muerte de Massimo. La escuchaba desde mi cuarto, me había mudado a la casa principal, para poder cuidarlas, pero en las noches escuchaba, llantos ahogados detrás de la puerta. No eran sollozos largos, eran gemidos cortos, reprimidos, como si intentara arrancarse la voz de la garganta para que nadie la descubriera. Nunca entré.
Nunca toqué la puerta. Porque ese dolor era suyo, igual que el mío era mío. Ella había perdido a su amor; yo, a mi hermano. La guerra nos había sacado algo a todos, pero a ella le había robado el alma y el rencor se la estaba comiendo.
No la reconocía. La mujer que Massimo había traído a la casa por un capricho, la que se reía de mis chistes idiotas, ya no estaba. Esa mujer murió con él en el muelle. La que quedaba ahora era otra: fría, dura, capaz de sostener la mirada a cualquier capo y hacer que bajara los ojos.
Porque todos vinieron, a darle su pésame, a desfilar como ratas buscando olor a muerte. Se d