Llegué al bendito club media hora antes de lo que me había dicho Alessandro. Por la parte de atrás, la puerta de servicio, como me había explicado. Un par de viejos babosos me dijeron cosas mientras golpeaba la puerta.
Y sí, fui directamente de un cumpleaños: la sirenita. Mi sobrina había cumplido años y mi hermana me había rogado que fuera, aunque fuera un rato. No podía fallarle, después de todo es lo único que me queda de familia. La fiesta había sido linda, con globos celestes y una torta enorme con Ariel encima. Mi sobrina estaba feliz, corriendo por todos lados con su vestido de princesa. Por un momento me olvidé de todo lo que me esperaba.
El tal Tino me miró de arriba abajo cuando por fin abrió la puerta. Un tipo enorme, parecía un armario con patas. Tenía esa cara de pocos amigos que ponen los guardias de seguridad cuando no te quieren en su lugar.
—No estamos contratando —me dijo, aguantándose las ganas de matarse de risa.
—Vine porque Alessandro Galli me llamó —le contesté.
La cara le cambió enseguida. Se puso serio, como si hubiera dicho una palabra mágica. Es increíble el poder que tienen estos tipos, cómo solo mencionar su nombre cambia todo.
—¡Ah! Eres tú. Llegaste temprano.
Me hizo pasar y cruzamos la cocina, que olía a grasa vieja y desinfectante. El club estaba vacío a esa hora y el personal limpiaba y arreglaba las mesas para la noche. El típico antro de cuarta con ínfulas de exclusividad, con luces rojas y espejos por todos lados. Todos me miraban curiosos, algunos cuchicheaban entre ellos. Seguramente se preguntaban qué hacía una chica como yo, vestida para un cumpleaños infantil, en un lugar como ese.
Detrás de la barra había una mujer que debía tener unos sesenta años, cabello platinado largo hasta la cintura, pintarrajeada y con unos tacos que no entendía cómo no se había roto un tobillo.
—Ella es Soraya, maneja todo aquí —me informó el grandote.
—¿Quién es? —le preguntó ella, mirándome como si fuera un bicho raro.
—La sirenita de Alessandro.
La mujer me observó como si fuera un extraterrestre. Me quedé ahí parada, sintiéndome ridícula con mi disfraz en un lugar donde las mujeres andaban en poca ropa.
—¿En serio? —le preguntó a Tino.
—Así parece —Tino se encogió de hombros.
—Bueno… si no queda otra —suspiró Soraya—. ¿Cómo te llamas, muchacha?
—Soy Victoria.
—Sígueme, Victoria.
—¿Así que te metiste en líos con el patrón? —se volteó para preguntar.
—Él me metió en un lío. Todo por no ignorar a un moribundo en la calle.
—¿Alessandro Galli moribundo? —se rió—. Los Galli están vivos o están muertos, no hay punto intermedio.
—Entonces debí seguir caminando.
No podía sentirme más fuera de lugar. Estaba acostumbrada a los barsuchos, pero eso era diferente, ahí se respiraba más que olor a alcohol y cigarrillo.
Entramos a una especie de camerino, ya había algunas chicas preparándose.
—Aquí te cambias, te maquillas, te arreglas —me explicó, señalando uno de los espejos—. Te llaman por turno: diez minutos y rotan dependiendo de la cantidad de bailarinas que haya esa noche.
Nunca había hecho esto. Era como estar en un mundo paralelo.
—¿Qué debo ponerme?
—Algo fácil de quitarte.
¡Por Dios! Cuando dijo eso, recién ahí se me cayó la venda de los ojos. Me di cuenta completamente de lo que estaba por hacer.
—¿Qué tienes? —me preguntó.
—¿Qué? —respondí como una idiota.
—¿Qué tienes para ponerte?
Me miré el vestido de sirenita y Soraya lanzó una carcajada que parecía un alarido.
—Tendré que explicarte todo —suspiró—. Bien, para empezar, necesitas un nombre artístico por más que solo estés aquí siete días. ¿Qué tal Vicky?
Todo era irreal. Los bombillos en los espejos, el espacio claustrofóbico, el olor a perfume barato y laca para el cabello. Pelucas de colores, maquillaje por todos lados. Y una de pelo negro que no dejaba de mirarme como si me odiara de toda la vida.
—Sí, está bien —respondí un poco mareada.
—Hay reglas: no puedes tocar a los clientes, ni irte con ellos, ni darles tu información personal. Si ves que alguno se quiere pasar de listo, le haces una seña a Tino. Él las cuida. ¿Entiendes?
—Sí.
—No están permitidas las drogas ni el alcohol, aunque no creo que sea tu caso. Si te llaman para un privado… —dudó—. No, tú no harás privados.
—¡Déjala que se gane su dinero! —gritó la de pelo negro.
—Ignórala. Ella es Trini… ¡Se cree importante porque el Jefe la tiene de juguete hasta que se aburra de ella! —elevó la voz Soraya, girándose para mirarla.
—Cuida tu boca, vieja —le gritó Trini desde su espejo, sin dejar de pintarse los labios de rojo—. Que yo sepa, quién me calienta la cama no es asunto tuyo.
Soraya se rió con ganas, pero no le contestó. Se dio vuelta hacia mí otra vez.
—Como te decía, nada de privados para ti. Alessandro fue claro: bailas en el escenario, punto. Nada más.
—¿Y si no sé bailar?
—Muévete como puedas, nadie viene aquí por el talento artístico —me miró de arriba abajo otra vez—. Aunque con esa pinta de niña buena capaz que hasta les gustas más.
Una chica rubia que se estaba poniendo pestañas postizas se rió.
—Ay, Soraya, no seas mala. La pobre parece que se va a desmayar.
—Es que se ve tan… inocente —dijo otra, mirándome por el espejo.
Inocente. Me sonó a burla. Hacía menos de veinticuatro horas había ayudado a un mafioso, y ahora estaba en un camerino esperando mi turno para quitarme la ropa. ¿Qué tenía eso de inocente?
—Bueno, basta de charla —Soraya aplaudió—. Victoria... perdón, Vicky, tienes que cambiarte. El club abre en una hora.
Me señaló un rincón donde había un perchero lleno de trapos que supuse eran disfraces.
—Elige algo que te quede. Y que se quite fácil —agregó, guiñándome un ojo.
Toda esa ropa brillante y diminuta. Bikinis con lentejuelas, bodies transparentes, conjuntos de encaje que no tapaban nada. Todo era más pequeño que la ropa interior que usaba normalmente.
—¿Y esto? —pregunté, levantando algo que parecía un vestido, pero tenía menos tela que una toalla.
—Perfecto para empezar. Simple y fácil —Soraya asintió—. Date prisa.
Trini se rió desde su lugar.
—Esperen a que vea a los clientes. Va a salir corriendo antes del primer baile.
—O se va a desmayar arriba del escenario —dijo la rubia.
Todas se rieron. Menos yo. Estaba tratando de no vomitar.
Una pelirroja —bueno, con peluca pelirroja— se me acercó. Tenía carita como de estudiante de secundaria, me recordó a mi hermana.
—No te preocupes, te irá bien —quiso darme ánimos, la pobre.
—Gracias.
—Soy Luna. Si quieres, puedo ayudarte.
—Por favor —rogué.
Me sentó en una de las butacas y me miró mucho.
—Tenemos que hacer algo con tu cabello… ¿Haces fiestas infantiles?
—Sí, por las tardes o cuando tengo horario libre. Trabajo como mesera.
—Entonces el ambiente no te resultará extraño. No es lo mismo que un bar, pero casi que sí.
Cuando terminó de peinarme y maquillarme, parecía una muñeca de las baratas, de las imitaciones que venden en los puestos en la calle.
—Tienes que elegir vestuario. ¿Vas a ponerte el vestido?
Lo tenía en la mano, apretándolo con el puño, no quería que se me notara que estaba temblando. Quería salir corriendo, pero antes de subirme al escenario. Traté de respirar varias veces por la boca para calmarme.
—No es tan malo. Yo lo hago para pagarme el curso de cosmetología. Puedes llevarte buen dinero.
Me sonrió. ¿Qué iba a decirle? «No vengo por el dinero sino para que Galli no me meta una bala en la cabeza».
Me paré, tocaba vestirme, y Luna cambió la expresión de su cara. Se le iluminó como si hubiera tenido una brillante idea.
—¡Espera! ¿Usas mucho ese disfraz? —preguntó.
—¿Qué? No… a veces, ya está viejo —respondí, confundida por el cambio.
—¡Genial!
La pelirroja revolvió un cajón y se acercó con unas tijeras en la mano.
—¿Qué vas a hacer?
—Te voy a convertir en la «Princesa del DollHouse».