Golpeó la puerta apenas.
—Pasa —dije desde adentro.
La oficina era grande. Escritorio de madera, sillones de cuero, una ventana que daba a la calle. Y yo sentado detrás, jugando con el vaso de whisky, queriendo que no me note lo ansioso, lo desesperado que estaba por hacerle la propuesta.
Una idiotez para un tipo como yo.
—Siéntate —le señalé la silla.
Se sentó. Tenía puesta una remera vieja y jeans, se acomodó nerviosa, sin dejar de mirarme. Ni yo a ella.
—¿Sabes quién soy? —le pregunté.
—No.
—Massimo Galli.
—Eres el hermano de Alessandro.
—El hermano mayor —corregí—. Sé lo del trato que hiciste con él. Siete noches aquí y se olvida de lo que viste.
Asintió.
—Bueno, tengo noticias. Ya cumpliste suficiente. Puedes irte cuando quieras.
—¿En serio?
—En serio. Pero tengo una propuesta mejor.
Ahí estaba. La trampa. Siempre había una trampa.
—Necesito una acompañante para eventos sociales. Cenas, reuniones, esas cosas. Una chica elegante que sepa comportarse.
—¿Una escort?
—Algo así.
—Claro, porque suena mucho mejor que decir la verdad —me miró directo a los ojos—. ¿Qué pasa si me porto mal en tus reuniones elegantes? ¿Si les digo a todos que soy una mesera que encontraste en un callejón?
Me reí, no esperaba esa respuesta. Esperaba que agachara la cabeza, me dijera que sí y se me tirara encima como hacían todas. Pero no, me desafiaba, con las palabras y con el cuerpo. A la defensiva, poniéndose rígida. Me hizo hervir la sangre.
—No vas a hacer eso. Porque eres más inteligente de lo que aparentas —me incliné hacia adelante—. Porque no te estoy pidiendo que te acuestes con nadie. Y porque sabes muy bien lo que pasa con la gente que me causa problemas.
—¿Y si digo que no?
—Bueno —me recliné en la silla—. Siempre está la opción original. El callejón, la noche que encontraste a mi hermano. Fuiste testigo de algo que no deberías haber visto.
—Qué conveniente. Alessandro me dice una cosa, tú me dices otra. ¿Se ponen de acuerdo alguna vez en esta familia?
—Alessandro es mi hermano menor. Yo soy el jefe de esta familia —me puse de pie y me acerqué—. Y te estoy dando una oportunidad de oro.
—Una oportunidad de oro —repitió con sarcasmo—. ¿Así le dicen ahora al chantaje?
Sonreí. Sí, esta me gustaba. Era como un animalito que pedía a gritos que lo domestiquen.
—Llámalo como quieras. Pero es la única oportunidad que vas a tener.
Me miró en silencio con los ojos grandes. Se dio cuenta de que estaba hablando en serio. Siempre hablo en serio, más cuando quiero algo para mí.
—¿Cuánto?
—Quinientos mil al mes. Ropa nueva. Todo pago. Lo que quieras.
Le puse un sobre grueso sobre la mesa.
—Ahí hay cincuenta mil. Un adelanto de buena fe.
Victoria miró el sobre. Sí, sabía exactamente cómo tentarla.
Y ella sabía que no tenía otra opción.
—¿Cuándo empiezo?
—Mañana… mañana te mudas a mi casa.
—¿Cómo que mudarme? No dijiste nada de mudarme.
Había visto algo más que una bailarina novata en el escenario. Había visto una oportunidad. Desde el desastre con la madre de mi hija, Camila, todos a mi alrededor presionaban para que diera la imagen de hombre de familia.
El consiglieri insistía en que ser cabeza de la familia y jefe era más que chantajes, extorsión y secuestros. Que el verdadero poder residía en cómo el resto de las familias me veía. Que si quería respeto, además de miedo, tenía que proyectarlo. Y qué mejor manera que mostrarme como un hombre serio que siendo padre y esposo.
—Vas a necesitar mudarte a mi casa. Mis socios van a venir, van a conocerte. Necesitas vivir como corresponde a tu nueva posición.
—¿Pero qué es lo que quieres? ¿Una escort o una esposa?
—Eso no importa, es lo mismo.
«Vaya cretino», no lo dijo, pero sé que lo pensó.
—¿Y si tengo familia? ¿Si tengo responsabilidades?
—¿Qué tipo de responsabilidades?
Se quedó callada. Ella ya estaba hasta el cuello. ¿Para qué involucrar a su hermana y a la niña? Bien, inteligente.
—Eso no importa —respondió, imitándome—. Solo las tengo.
—¿Dependen de ti? ¿Están “esas responsabilidades”?
—En parte, pero… —se calló. Ya había dicho demasiado.
—Pero a tu responsabilidad no le alcanza —completé—. ¿La niña qué edad tiene?
Escucharme decir eso le cambió la cara. Pero no era para sorprenderse, por supuesto que ya sabía todo de ella. Suspiró, resignada.
—Nueve años.
—¿Problemas de salud? ¿Escuela?
Victoria me miró desconfiada. ¿Por qué tanto interés?
—Necesita tratamiento dental. Y la escuela pública del barrio no es… no es lo mejor.
Moví la cabeza. Por supuesto, todos queremos lo mejor para la familia.
—Bueno, ¿ves? Con este dinero podrías arreglar eso. Todo eso.
—Sí —admitió en voz baja—. Podría.
—Entonces no veo el problema —me senté sobre el borde del escritorio y crucé los brazos—. Tu familia va a estar mejor. Tú vas a estar mejor. Todo el mundo gana.
Tomó el sobre, despacio, arrastrándolo sobre la madera. Había aceptado.
—Tienes hasta mañana para arreglar tus cosas. Habla con tu hermana, dile lo que tengas que decirle. Te mando a alguien a buscarte a las cuatro de la tarde.
—¿Y si cambio de opinión?
Volví a mi sillón como si no la hubiera escuchado.
—No vas a cambiar de opinión.
—¿Tan seguro estás?
—Sí —la miré por última vez—. Porque ahora que sabes lo que puedo darte, no vas a poder vivir sin ello.
Victoria se levantó, le temblaban las piernas. Tenía el sobre apretado contra el pecho. Me encantaba causar eso en las personas.
—Una cosa más —le dije cuando ya estaba en la puerta—. A partir de mañana, me llamas Signore Galli. Al menos hasta que te ganes el derecho a algo más íntimo.
Cerró la puerta sin decir nada y se fue. Esperaba algo más, que me ofreciera una muestra de «sus servicios», que me sugiriera algo de rodillas debajo del escritorio. No. Solo se fue con la cara encendida cuando le dije que podía llegar a algo más íntimo.
Ahí comprobé que era diferente. A ver qué tan bien se portaba cuando el juego fuerte comenzara.