Estaba guardando mis cosas, doblando ropa, metiendo maquillaje en mi mochila. Unos billetes se me cayeron al suelo y los levanté con asco; estaban pegajosos.
El resto de las chicas ya se habían ido, solo quedábamos Luna y yo. Bueno, una noche menos, faltaban dos. No podía negar que el dinero era bueno, que podía cubrir algunos gastos de mi sobrina y ayudar a mi hermana más de lo que lo venía haciendo.
Tino apareció en la puerta con la cara seria. Era extraño; a pesar de que era un matón de poca monta y asustaba a todos con los gestos fruncidos de la cara, conmigo siempre sonreía.
—El jefe te quiere ver —me dijo, señalando hacia las escaleras.
No sabía quién era «el jefe», pero por el tono de Tino no sonaba a algo bueno.
—¿Qué jefe?
—El jefe —repitió, como si fuera obvio—. Arriba. Oficina del fondo.
Miré a Luna; tenía una mirada de pánico. Alessandro no generaba eso entre su gente. Él también era amable y divertido, a pesar de que por su culpa estaba metida en ese lugar.
Subí las escaleras con el estómago hecho un nudo. El segundo piso del Dollhouse era territorio prohibido para las chicas. Solo había visto a algunas de las veteranas subir de vez en cuando, siempre arregladas, siempre nerviosas.
Ese «íntimo» me sonó horrible; no quería ganarme ningún derecho. Le acababa de vender mi libertad a un tipo con más cadáveres en el cementerio que canas en la cabeza.
Alessandro me esperó junto a la escalera, abajo. Vio el sobre y meneó la cabeza. Pedazo de basura, por él estaba por hacerme pasar por la novia del tipo más peligroso de la ciudad. Quería matarlo.
—¿Qué te dijo? —me preguntó cuando bajé el último escalón.
—¡Por tu culpa, pedazo de zopenco! —le grité.
Él no pudo aguantarse la risa, y yo estaba furiosa, roja y a punto de darle con el sobre en la cara.
—¡Ya, ya! —trató de defenderse levantando las manos—. No va a ser tan malo… Lo que sea que te propuso. No te preocupes tanto, yo estaré dando vueltas para cuidarte.
¿Cuidarme? ¿Cuidarme? ¡Pero si él mismo me había metido en ese caos de mafiosos con ideas dementes!
Me pasé la noche despierta, mirando el sobre. Cincuenta mil. Lo abría y lo cerraba, lo miraba, lo escondía y lo volvía a sacar. Le había dicho a mi hermana que conseguí un trabajo mejor, sin decirle mucho. Ella ya tenía bastantes problemas, con el infeliz del ex y el correr diario de mantener sola a una hija.
Armé una maleta con lo que tenía. Cerré la llave del gas y del agua. No tenía idea de cuánto tiempo estaría ausente. Esa mañana tuve que llamar al bar donde trabajaba y decir que renunciaba.
Otro desastre más en mi vida llena de desastres. Un ex narcisista, trabajos mediocres, rentas atrasadas y ahora jugando con el crimen organizado. Lo fácil que las cosas van de mal a peor en su abrir y cerrar de ojos.
Me senté a esperar en una silla, con la maleta al lado, mirando la pared. A las cuatro sonó el timbre. Esperaba ver a Tino, a alguno de los matones de Massimo. No, era él mismo. Traje negro, auto caro. Apoyado en el coche, con las manos en los bolsillos. Ya me empezaba a molestar lo bien que se veía.
—¿Lista? —preguntó incorporándose.
—Pensé que ibas a mandar a alguien.
—No, de las cosas importantes me ocupo yo. Sube.
No era una sugerencia. Subí.
El viaje fue en silencio. La ciudad cambió. Los edificios se espaciaron, las calles se hicieron más anchas. No decía una palabra, solo escuchaba su respiración y el ruido del motor.
Llegamos a una reja negra. Massimo habló con el portero en italiano.
La mansión era enorme. Claro, ¿dónde más iba a vivir un capo de la mafia? Jardín gigante, ventanas por todos lados y por lo menos una docena de tipos parados como estatuas, que inclinaron la cabeza cuando él se bajó.
—Es linda —dije, por decir algo.
—Tu hogar ahora.
Un hombre mayor en uniforme tomó mi maleta. Giuseppe, el mayordomo. Nunca había conocido uno; era chistoso. Se movía con respeto, miraba con respeto. Por lo menos no me miró como si fuera una loca más. Seguro vio muchas de las mujeres de Massimo entrar y salir de esa casa.
Adentro era peor. Mármol, maderas lustradas, cuadros caros. Caminé detrás de él, midiendo mis pasos, espiando de costado. Preguntándome por milésima vez por qué cuernos no seguí de largo en ese bendito callejón.
—Tu habitación está arriba —me indicó Massimo, señalando las escaleras.
Bueno, había dicho «tu habitación», no «nuestra habitación». No sabía si alegrarme o preocuparme. Pero lo dijo clarito: «No te estoy pidiendo que te acuestes con nadie». Era algo.
—Esta es tu suite —abrió una puerta—. Giuseppe puso ropa nueva en el clóset. Allá está el baño —señaló otra puerta—. Esta noche hay una cena, aquí en la casa. Ponte el vestido azul.
Me hablaba como si fuera una empleada. Bueno, técnicamente, lo era. Tenía la voz un poco ronca, desviaba los ojos como si ni siquiera me mereciera que me mirara.
—Papá —se escuchó detrás.
Nos dimos vuelta. Una chica de unos quince años nos miraba desde la puerta. Hermosa, pelo oscuro, ojos como los de Massimo, pero llenos de… ¿desprecio?
—Isabella. Ella es Victoria.
La chica me miró como si fuera basura.
—¿Esta es la nueva? ¿La que trajiste del burdel?
—Isabella.
—¿Qué? ¿Ahora tengo que fingir que no sé de dónde la sacaste?
Genial, la hija adolescente rebelde. Me dio rabia lo que dijo, pero tenía razón. Y era una maleducada, una princesita mimada de la mafia, por supuesto. Altanera y orgullosa.
—A tu cuarto. Ya. —la voz de Massimo era dura.
—Claro, échenme cuando digo la verdad —me sonrió con veneno la mocosa—. Bienvenida a casa, puta.
Se fue dando un portazo.
—Perdónala. Está rebelde.
—Sí, ya veo.
La aparición de la hija lo incomodó. Nos quedamos en silencio un momento, mirándonos. Ahora sí se dignó a mirarme. Nos analizábamos, buscábamos algo, esperamos la próxima reacción. Algo.
—Alessandro vive en la casa anexa —dijo—. Al final del jardín.
Por la ventana vi otra construcción más pequeña. Perfecto. El hermano que me había metido en este lío vivía a cincuenta metros.
—La cena es a las ocho. Estate lista.
Se fue. Como si nada.
Tenía que hacerlo lo mejor posible, terminar y largarme. Así como lo hice en el Dollhouse. Solo aguantarme el tiempo que el jefe necesitara. Luego de eso podría seguir con mi vida. Eso, claro, si los Galli respetaban su palabra.
Fui al clóset. Había ropa suficiente para vestir a un batallón. Todo caro, todo nuevo, todo de diseñador. Sí, divino, pero yo tenía la imagen de ese criminal esperándome junto a su coche grabada en las retinas.